Editorial La tragedia de los desplazados en Michoacán es mucho mayor de lo que se tenía pensado. Las mediciones arrojan cerca de 60 mil personas, unas 15 mil familias en donde la mayor tristeza para ellas es que sólo regresan a la tierra que habitaron quienes no tienen una posibilidad cierta de huir de la violencia. Las balas, cañonazos, drones y minas han expulsado a una parte importante de la población de estas regiones, dejando verdaderos pueblos fantasma detrás de sí, zonas de guerra donde los combatientes de diversos grupos se han pertrechado para mantener el conflicto armado que sostienen desde hace ya más de un año. Las acciones desde la autoridad federal, aquellas prometidas por el presidente López Obrador en su última visita, no se han visto ante diversas circunstancias; el escenario, señalan muchos pobladores que tuvieron que quedarse, es que les parece a ellos que fue más un tema de forma que de fondo, más retórica que acción, y en donde si bien las acciones en papel son interesantes, en la práctica muy pocas se han concretado. El Gobierno de Michoacán tenía apenas la semana pasada centradas sus fuerzas en la pacificación de Aguililla, Apatzingán y Tepalcatepec, pero el “aguaterloo” le hizo voltear la mirada hacia los productores y exportadores del oro verde. Curiosamente, ambas problemáticas están conectadas. La violencia sin sentido ha formado nuevos grupos de poder fáctico que buscan adueñarse de todo, negocios lícitos e ilícitos y en donde el aguacate representa una empresa de tráfico mucho más jugosa que muchas de las drogas que anteriormente se comerciaban. El reto en seguridad pues se diversifica, pero en el fondo es el mismo: rescatar un estado de las manos de los grupos del crimen organizado que han extendido sus tentáculos ante las omisiones de diversos niveles de gobierno e instituciones.