Troquel

La Voz de Michoacán. Las últimas noticias, hoy.

Gustavo Ogarrio

Entrar de golpe a esa llanura de palabras que edifican lentamente sus laberintos con las pesadillas del pasado y con el residuo de felicidades que se parecen a las arañas.

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La murmuración de los mercados me persigue desde la infancia: las campanas que absorben los humos de la carne y las verduras, el cochambre en los techos y su dulce e inmundo estar de siglos; el olor platicado de la salsa roja para las albóndigas; los chismes cruzan como espectros mordaces por los pasillos. La desnudez de léxicos encarnados y púrpuras, la pesadez de los regaños como fusilamientos; las palabras monosilábicas de la angustia en sollozos de primas recién preñadas.

También me persiguen los diálogos de las caricaturas en primavera, las muecas celestes de policías estúpidamente amables con mi padre, las fábulas del crimen encubiertas en proezas perennes.

Mis tías muertas sentadas en el sofá esperan a que la tarde decline en lluvia para narrar el desastre del dinero, los rectángulos de las lámparas en diciembre, la tragedia de los paraguas en agosto, la muerte cíclica de todos los abuelos. Estoy lleno de palabras y de laberintos susurrados.

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Mis tragedias a veces reclaman una profundidad de mar abierto, una liturgia de sangres que me ayude a encontrar la cueva de todos estos relatos. Sin embargo, no existe ese archivo de pesadillas y de arañas peludas; es una entelequia de verbos que tiemblan en mi cabeza.

Tampoco existe la declinación de todas estas resurrecciones, me digo mientras escucho a mi madre consolar a una mesera con lunar en la mejilla a mis espaldas en lo que yo voy forrando cincuenta botones con tela en el troquel de un tiempo extraviado, incoherentes trozos de mármol en cuyos labios vamos desapareciendo.