Gustavo Ogarrio Era el viernes 24 de abril de 2020. Leí algo que parecía un recuerdo ante la inminencia de los días y meses que estaban por venir. La sintaxis predecible del abismo, pero también la caligrafía que anhelaba llegar a la otra orilla de la pesadilla. Un gesto atroz de algo que en ese entonces era puro presente, como si lo escrito se hubiera convertido también en el talismán de una fecha que latía del futuro hacia el pasado. Palabras vivas en un “ahora” que moría lentamente. La teoría de la burbuja sin cuerdas vocales. La forma de un sueño que se transformaba en arañas peludas. Las almas se revolcaban en el vientre de una naturaleza herida; éramos la naturaleza despojada de naturaleza: dilemas viejos que se dejaban definir por el espectáculo del miedo en redes sociales; por la antigua utopía de simplemente sobrevivir a la pandemia. Los días de nuestras vidas se convertían en los días de nuestras muertes. Las escribió Agustín Ramos: “Creo que todo va a estallar antes de terminar el año (2020). Todo significa todo, el mundo, los países, hasta la forma de soñar. No será precisamente como una bomba sino como una burbuja: vivimos en una burbuja que no es vida, la vida debe ser otra cosa y está en otra parte: el estallido consistirá en que unos morirán, no sé cuántos, y otros comenzarán a vivir otra vida, sin la escuela tradicional ni las cárceles ni los hospitales tradicionales, sin la justicia tradicional, sin la autoridad tradicional... Váyanse despidiendo de sus dioses y sus amos, quédense con su amor, frágil, vulnerable, de agonía, abrácenlo como puedan, con lo que puedan. Esto va a estallar, la naturaleza no aguanta más”. Únicamente me decía en ese entonces: me gustaría volver a comer naranjas en un parque y recordar en mi boca los besos adolescentes. Las esculturas del tiempo están hechas con el barro del miedo y de los sentidos.