JAIME DARÍO OSEGUERA MÉNDEZ Falta un poco más de dos años para el proceso electoral del 2024 donde se va a renovar la Presidencia de la República, la Cámara de Diputados y Senadores, así como una buena cantidad de legislaturas locales, gubernaturas y ayuntamientos. Se ha lanzado por parte del Presidente López Obrador una iniciativa para modificar el sistema electoral, tal y como se ha venido haciendo de costumbre en cada sexenio por el gobernante en turno. Todos los que pasan por la silla quieren dejar su huella. Lo interesante de esta iniciativa, es que la presenta el partido en el poder. Tradicionalmente se presentan propuestas desde la oposición al gobierno intentando disminuir su presencia o el impacto y artilugios que puedan tener para conservar el poder. Mucho tiempo la desconfianza fue la base del sistema y también el motor para su reforma; pero si volteamos hacia el pasado, hoy podemos ver un sistema electoral mucho más fuerte, ordenado, institucionalizado, con procedimientos muy determinados y una legislación electoral sobre los partidos, que ha permitido la alternancia entre las tres principales corrientes ideológicas aglutinadas en los partidos: derecha, centro e izquierda, en el orden de su aparición en el poder. Más allá de que el centro sea una posición ideológica como tal o no, lo cierto es que en este país estuvo representado por el PRI con la más larga tradición de ejercicio en el poder en América Latina y por supuesto en México. Históricamente las reformas electorales fueron creadas en contraposición del PRI, en atención a lo que el partido hacia y lo que sus opositores se imaginaban que hacía. Hoy ya no son las mismas condiciones, pero se sigue configurando un sistema de partido hegemónico y llama la atención que sean ellos mismos quienes quieren modificar las reglas del juego. Justamente por este antecedente hay que distinguir varias cuestiones. La propuesta del Presidente incluye el cambio del INE por algo que se llamaría el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas. Si la mayoría quiere modificar el sistema para cambiar a los actuales consejeros y magistrados electorales, estarán cometiendo un grave error porque este sistema electoral se ha configurando a lo largo de muchos años independientemente de las personas que se encuentren al frente del gobierno, los partidos o las instituciones electorales. No es un asunto personal. En segundo lugar, las grandes reformas electorales, se ponen en operación regularmente en la elección intermedia de diputados y no en la Presidencial, justamente para que, si hay fallas, no se ensucie no deslegitime la elección más grande e importante de todas. Actualizar y perfeccionar el régimen político es una tarea permanente, pero las disposiciones que genera la ley hay que convertirlas en usos y costumbres para que se practiquen de manera regular. Una democracia eficiente se logra con pequeñas prácticas cotidianas legitimadas por los ciudadanos más que por la autoridad. El propio hecho de incentivar mayores niveles de participación, disminuir el abstencionismo, debería ser un reto en sí mismo para todos: partidos, autoridades y gobiernos. Por eso, más allá de que se pongan de acuerdo en ciertos aspectos novedosos y figuras traídas de otras legislaciones, lo que debe prevalecer son los criterios para saber qué se pretende con un nuevo sistema electoral, porque ya se han hecho muchas reformas a lo largo del tiempo y en general funciona más o menos bien. Un criterio que se debe adoptar con urgencia es el del menor costo de las elecciones. Lo he dicho con insistencia, repartir el poder es uno de los elementos más importantes para la estabilidad de los países. Si se hace bien, entonces la disputa se limita al campo político y se convierte en un elemento de orden. Gana el que tiene más votos y los que pierden se reorganizan para volver a conquistar espacios, pero sin el menor de los pretextos para llevar la lucha electoral a otros ámbitos. Sin embargo, no se puede disponer tanto dinero para organizar elecciones habiendo estos niveles de pobreza. Si van a hacer una reforma, ese debe ser uno de los principales criterios. Implica disminuir el gasto general en elecciones. No se trata de quitar unos dos o tres consejeros o magistrados sino principalmente reducir la cantidad de procesos electorales. En este país podremos presumir de madurez política cuando sólo haya una elección cada tres años y descartar esta idea muy riesgosa de la segunda vuelta. No necesitamos más sino menos elecciones. También creo que debe desaparecer este centralismo electoral que vivimos y permitir que las legislaturas locales decidan sobre la integración y sanciones, a los funcionarios electorales locales. Es un exceso injerencista y una falta grave a la idea de nuestro federalismo el nombramiento de las autoridades electorales estatales por parte de las centrales. Eso debería terminar con esta reforma. Se ve difícil, el sentido de los partidos es exactamente el opuesto: más facultades para los órganos electorales federales en detrimento de los locales. Otro criterio es la fiscalización electoral que apunta hacia lo mismo: no debería ganar el poder quien tenga más dinero porque eso atrae a tanto el dinero desviado de los gobiernos a través de programas, apoyos, como también de la delincuencia organizada. Tal vez en este ámbito, el de impedir la injerencia del narco en las elecciones debería ser el tema central de las reformas. Es más, debería ser el único de fondo. Si no se diseña un sistema que evite las presiones de la delincuencia organizada en los procesos y decisiones electorales, la esperanza de vida de nuestra democracia será preocupantemente corta. Lo que sí parece atractivo de la iniciativa presidencial de eliminar 200 diputados federales y 32 senadores plurinominales lo cual sería un grandísimo acierto, lo mismo que la inclusión de propuestas de voto electrónico, que serían justamente una consecuencia de este criterio de disminuir el dinero público y privado que se gasta den las elecciones. Ya veremos.