Jorge A. Amaral Cuando era adolescente, un amigo que venía de Estados Unidos puso en mis manos una película en VHS. “A ver si aguantas”, sentenció. Ya en casa, a solas y a escondidas, puse la cinta en la videocasetera. “Faces of Death”, se llamaba, y sí, lo admito, durante una semana me costó trabajo dormir, pero volví a verla y la impresión ya fue menor. “Faces of Death” es un falso documental publicado en 1978. Enmarcado en el género “mondo”, el filme muestra la muerte en sus distintas formas. Guiados por el Doctor Francis B. Gröss, un patólogo interpretado por Michael Carr, vamos recorriendo distintos senderos alrededor del mundo para ver las distintas formas en que la muerte llega. Durante la década de los 80 fue anunciado como “censurado en 40 países” (Nueva Zelanda, Noruega, Australia y Finlandia entre ellos). El filme fue escrito y dirigido por John Alan Schwartz (aunque se cambia de nombre), y a la fecha es considerado una cinta de culto. Pero además cuenta con secuelas y hay películas similares, como “Traces of Death” (en México se les tituló “Trauma 1” y “Trauma 2”), que, aunque fuertes y visualmente perturbadoras, no tienen el encanto de “Faces of Death”. Con el lema "experimenta la realidad gráfica de la muerte, de cerca", el espectador de esta comedia se sumerge a un infierno gráfico de la mano de un Virgilio barbado y con lentes, el Doctor Francis B. Gröss, un patólogo cuyas experiencias con la muerte alrededor del mundo le han dado “una mayor conciencia de los vivos”. Este Virgilio desde un principio anuncia: "Prepárate para un viaje a un mundo donde cada nuevo paso puede darte una mejor comprensión de tu propia realidad, porque estoy seguro de que obtendrás una nueva perspectiva de las muchas caras de la muerte”. En el transcurso de la saga se nos muestra la muerte por homicidio a manos de un asesino serial que graba sus crímenes, en rituales, durante las autopsias, en accidentes deportivos, las momias de Guanajuato, atacados por animales, en percances carreteros, suicidios, drogadicción, enfermedad. Para esto se recurre a escenas reales de medios de comunicación, como noticieros, pero también a los buenos oficios del artista de efectos especiales Allan A. Apone, quien aporta alrededor del 40 por ciento del metraje con sus muertes escenificadas. Pero para mantener el dramatismo, la banda sonora y los efectos de sonido provocan una constante opresión en el pecho, haciendo que por momentos uno se sienta asqueado pero a la vez lo suficientemente intrigado como para seguir viendo. Un poco bajo esta idea esa que en 2008 salió el programa de televisión “1000 ways to die” (“1000 formas de morir”), que recreaba hechos reales o leyendas urbanas sobre personas que habían tenido un final trágico, pero a quienes la muerte les había llegado de forma peculiar. Aunque narrado siempre con humor negro y altas dosis de moralismo y hasta racismo, el programa, intencional o involuntariamente, recoge el espíritu de “Faces of Death”, que nos estampa de frente una sentencia: “de todas estas formas puedes morir”. La muerte es algo inherente a todo ser vivo, y eso es obvio, pero el humano es el único comprobado con consciencia de que se va a morir, con consciencia de su finitud y temporalidad. Por ello es que la muerte ha sido abordada a lo largo de la historia desde todos los ángulos: la religión, la espiritualidad, el arte, la filosofía, la ciencia médica, la metafísica, el derecho, etcétera. La muerte vista en lo anónimo siempre intriga, causa morbo, horror, a veces un inexplicable placer, como en las obras de Georges Bataille o el Marqués de Sade, pero nunca pasa inadvertida. Por eso las películas de terror tienen tanto éxito, por eso el cine de acción es tan popular: la balacera, la explosión, la lucha cuerpo a cuerpo en que alguien es derrotado y muerto. Por ese motivo las corridas de toros son toda una tradición: constituyen el arte de desafiar a la muerte. Contrario a lo que los antitaurinos piensan, en la tauromaquia el goce no está en ver morir al toro ni verlo sangrar con las banderillas. No. El goce está en ver a un hombre desafiar a la muerte, enfrentarla, tenerla de frente y capotearla, engañarla, torearla a sabiendas de que un error o un capricho del destino le meterán un cuerno en el cuerpo y posiblemente pierda la vida. Al torero, cuando se le saca en hombros, no es por haber matado a un toro, es por no haber muerto él y, además, haber salvado su vida con gracia, con finos movimientos y mucha gallardía. Los antitaurinos son necios y muy radicales, nunca lo van a entender. Pero más allá del goce estético que aportan las representaciones de la muerte, su encuentro es lo único que tenemos seguro, garantizado. Cuando un niño nace no sabemos cómo será su personalidad, si será enfermizo, si será alto o chaparro, si será inteligente o atolondrado. Lo único que sabemos, aunque ignoramos cuándo, es que ese bebé se va a morir, como igual lo haremos nosotros. Es lo único seguro, lo único dado. En razón de ello es que cuando decimos temerle a la muerte, en realidad no es el fin lo que nos atemoriza, sería incluso estúpido temer a lo inevitable. No, a lo que le tenemos miedo es a la forma en que nos llegará. Parece un lugar común, pero la mayoría de las personas desea morir en plena senectud, dormiditos en su cama. Sólo cerrar los ojos y así quedar. Otros quieren morir haciendo lo que les gusta. Hay quienes dicen que en un accidente y rápido para no sentir nada, para no sufrir. Recuerdo que hace años, en una entrevista con Vice (si mal no recuerdo), un sicario y torturador de un cártel de Guerrero decía que él quería morir en una balacera o que lo agarrara la policía, porque si caía en manos de los rivales le iban a hacer todo lo que él les ha hecho a quienes el cártel deja en sus manos. Por eso es que cintas como “Faces of Death” tienen valor. Hay un ejercicio que, según dicen, es para ver nuestra propia naturaleza: consiste en mirarse al espejo, fijamente y a los ojos, durante unos minutos, en una habitación con luz tenue. Al cabo de un rato veremos nuestro rostro desfigurado. Así es este tipo de cintas: un espejo en que el ser humano se mira, pero su imagen aparece desfigurada, a veces mutilada, otras veces carcomida. Todo con un zoom que raya en lo pornográfico. Piénselo bien y, aunque no sea el caso, pareciera que el cine “mondo” y películas como “Faces of Death” en realidad nos estaban preparando para lo que vendría después, en que el internet democratizó la información y la barbarie se volvió de dominio público, y entonces ya no hubo necesidad de pasar el VHS o la revista de mano en mano, sino que ya todo estaba, sin regulación ni control, a un click de distancia. Hoy usted puede entrar a ciertas páginas de internet y encontrar el video del accidente, de la ejecución, del bombardeo. Y si le rasca un poco más y va al internet profundo, puede hallar cualquier cantidad de cosas, y más si paga por ello. Es por ello que, aunque la muerte y la violencia siguen siendo productos bien vendidos tanto en medios de comunicación como en plataformas de entretenimiento, en cierta forma nos hemos insensibilizado y por eso es que requerimos nuevos niveles de violencia. Hoy en día, en México, por ejemplo, si usted le muestra a alguien “Faces of Death” o “Traces of Death”, quizá se sorprenda en un momento determinado, y lo disfrute por lo bien llevadas que están las secuencias, pero no se va a conmocionar. Esto hace que los criminales también ideen métodos más crueles para matar y exhibir a sus víctimas. La otra semana, en una carretera de San Luis Potosí, un cártel dejó los cuerpos de 7 víctimas. Los cadáveres estaban semidesnudos unos y desnudos otros, pero contrario a lo que nos tienen habituados, en esta ocasión no tenían señas de tortura, no había quemaduras ni tablazos, no había golpes ni sangre. Es más, ni siquiera tenían heridas de bala. En este crimen los victimarios fueron más sutiles pero más malévolos: les encintaron la cara de tal manera que murieron asfixiados. Una muerte silenciosa y limpia para los delincuentes, pero desesperante y eterna para las víctimas. Le aseguro que al estar asfixiándose, más de alguno de ellos pidió un balazo en la cabeza para acabar de una vez. Lo cierto es que si los cuerpos hubieran sido baleados o incluso desmembrados, sería un caso más de tantos que hay todos los días en un país sumido en la narcoviolencia. Seamos francos, aunque estando en el lugar, claro que se siente miedo, en realidad y por desgracia hoy es poco lo que nos sorprende, porque en Chiapas puede andar un grupo de 100 pistoleros tomando un mercado y, aunque llama la atención, ya luego viene la frase “ah, son mañosos”; en Guerrero puede no haber ni un condenado pollo para comer porque el crimen organizado tiene asolados a los granjeros y comerciantes, y claro que preocupa, pero decimos “es Guerrero, nada nuevo”. En Morelia pueden llegar y acribillar a mujeres y niños de una familia, y duele pero no sorprende, porque sabemos que de los criminales se ha extirpado todo resto de empatía y sensibilidad. Su trabajo es matar, no andar sintiendo pena. Lo malo de todo esto es que ahorita aún se nos mueven fibras ante la tragedia, pero llegará el momento en que no importe nada más que la propia supervivencia. No quiero ser pesimista pero hacia allá vamos. Es cuánto.