Omar Cuiriz / La Voz de Michoacán Tzintzuntzan, Michoacán.- En Semana Santa, las calles de Tzintzuntzan se convierten es espacio sagrados que, primeramente, representan los lugares que Jesucristo pasó sus últimos días y luego donde se hace penitencia, se convoca la presencia divina, se flagelan las espaldas y se ora. Durante los días de la Semana Mayor, cada rincón del pueblo adquiere un significado, que trasciende lo simbólico y se encarna en cada creyente, logrando un escenario místico levantando desde la fe y desde el duelo por la muerte de Jesús. El atrio de Los Olivos y las casas se convierten en altares para que los penitentes ofrezcan su sacrificio a través del dolor corporal y la oración; ya sea porque agradecen los favores recibidos o porque han realizado una petición. Desde temprana hora del Viernes Santo los rincones del pueblo se llenan de espías a caballo, representando a los romanos que buscan a Jesús para apresarlo; vestidos de blanco con la cabeza cubierta con una capucha roja, calcetas y una faja que ciñe la cintura ceñida del mismo color. Entre ellos se comunican con un silbato de barro provocando un sonido de misterio y alerta hasta las tres de la tarde. Por la mañana entre 20 y 30 penitentes salen con las manos atadas con un lazo, descalzos y con grilletes en los tobillos, vistiendo solo un cendal en la cintura y una capucha blanca que les cubre el rostro. Van acompañados por dos “cirineos” que suelen ser amigos o familiares y quienes los ayudan cuando los pies les sangran a causa de los grilletes. En el recorrido van haciendo parada para orar en la capilla del hospital de la Concepción, los restos de la capilla de la Tercera Orden, el templo de San Francisco, la cruz atrial y la imagen del Santo Entierro, donde se arrodillan y rezan un misterio del rosario. Foto: La Voz de Michoacán Foto: La Voz de Michoacán CAE LA NOCHE Y SE ESCUCHAN LAS PESADAS CRUCES Luego de una doliente procesión con el Santo Entierro, La Virgen de La Soledad, una Dolorosa tres ángeles vestidos de negro y los catorce cristos de caña de los antiguos barrios, cae la noche y decenas de penitentes se disponen a comenzar un doloso ritual. Descalzos, cubiertos del rostro, un cendal, pero ahora cargando una cruz de tres metros y un látigo con espinas cumplen su manda entre la oscuridad de la noche. Los que cumplen su primer año de penitencia salen por la puerta poniente del exconjunto conventual y caminan en el sentido de las manecillas por las calles, para terminar en el punto de salida; los que cumplen su último año salen por la puerta oriente y comienzan en sentido opuesto a las manecillas del reloj. El penitente acompañado de dos hombres, recorre las calles corriendo con la pesada cruz, se detienen en alatares colocados en determinadas cuadras, conformados por telas moradas y blancas, flores y veladoras. Al llegar, los penitentes entregan la cruz a los acompañantes, se hincan para orar unos instantes y luego se levantan para azotar la espalda mientras realizan una especie de baile ritual. Una vez hecha esta ceremonia corren por las calles oscuras hasta la siguiente parada con la cruz cargada y la espalda casi al rojo vivo. Estos pobladores guardan en su memoria y en sus manos, las tradiciones más valiosas de su pueblo. Su recuerdo los impulsa a conservar la esencia de una religión que marcó su cultura. Con información de Martínez Aguilar José Manuel