El Universal/La Voz de Michoacán.México. No escasean teorías acerca de las fuerzas motrices de la diferenciación evolutiva que nos separó de nuestros parientes simios. La fabricación de herramientas, la predisposición a la violencia asesina, la caza cooperativa, el dominio del fuego, el pensamiento, el cambio climático o el bipedalismo han sido señalados como factores decisivos. A la lista se ha sumado ahora la cocción de los alimentos. Tal sería, según el primatólogo Richard Wranglam, la responsable de que nuestro tracto digestivo se encogiese en beneficio del aumento del cerebro, con las consabidas consecuencias. La importancia de la cocción en la prehistoria humana ya había sido reconocida por Claude Levi-Strauss. La transformación de los alimentos crudos en víveres cocidos, afirmaba el antropólogo, impulsó el paso de la naturaleza a la cultura, sin llegar nunca a sostener que ese pasaje incidió drásticamente en el organismo de los homínidos. Para Levi-Strauss la cocina modeló la mente (el orden simbólico); para Wrangham, determinó el cerebro (el orden anatómico). Apuntalar esta hipótesis es el objetivo de su libro "En Llamas: cómo la cocina nos hizo humanos", publicado por Capitán Swing, cuya portada ilustra la fotografía de un chimpancé con gorro de cocinero. Sostiene que, mientras el primer gran salto evolutivo en nuestro árbol genealógico –de los simios a los austrolopitecinos– estuvo ligado a cambios climáticos y a la adopción de una dieta de tubérculos, el pasaje del Homo habilis al Homo erectus ocurrido hace 1,8 millones de años se debió a la invención de la cocina. Richard Wranglam. Foto: Penguin Random House ¿Cómo? Por el menor esfuerzo digestivo que exigen los comestibles cocinados en comparación con la ingesta de comida cruda. Esto habría propiciado la disminución del tamaño de dientes, mandíbulas y aparato digestivo del linaje Homo, en beneficio del cerebro, a cuyo crecimiento y mantenimiento se dedicó la energía metabólica ahorrada en la digestión. Sin evidencias empíricas Cabe advertir que Wranglam, profesor de antropología biológica en la universidad de Harvard, no dispone de evidencias empíricas directas que sostengan su hipótesis (los hornos más antiguos conocidos no superan los 250.000 años; y las evidencias prehistóricas del uso del fuego no superan el millón de años). Toda su argumentación consiste en una serie de analogías y ejemplos aportados por su experiencia con los primates y por los conocimientos de los nutricionistas acerca del impacto de los alimentos cocinados en el metabolismo humano, trufada con observaciones antropológicas acerca de la dieta de los pueblos cazadores-recolectores. En poco más de 200 páginas aprendemos que si nos alimentásemos exclusivamente de comida cruda, acabaríamos dejando de menstruar (si somos mujeres) o muriendo por desnutrición, sea cual fuera nuestro sexo. Nos enteramos asimismo que digerir alimentos crudos exige mucha masticación, largas digestiones y, en definitiva, un cuantioso gasto energético. Y que el valor nutricional de numerosos alimentos aumenta al ser calentados (un huevo cocido es digerible en un 90 %, y uno crudo, en apenas un 50 %). Deja claro que la carne es una importante fuente de proteínas, pero solo cocinada; y nos informa que en el registro etnográfico no existen cazadores-recolectores con una dieta exclusivamente cruda ni tampoco culturas, por más primitivas que sean, que no cocinen. Cocineras perpetuas A partir de este abigarrado conjunto de observaciones y especulaciones, Wranglam realiza algunas sorprendentes inferencias. Por ejemplo, explica el patriarcado sobre la base de la necesidad masculina de asegurarse cocineras a perpetuidad y, de este manera, disponer de un suministro constante de alimentos elaborados (en los pueblos primitivos, señala, la violencia machista solía estallar a raíz de fallos femeninos en la función culinaria). También sugiere que en la cocción comunal, surgida de la necesidad de organizarse para preparar los alimentos y comerlos, se halla el fundamento de la sociabilidad humana. Y afirma que la caza no hubiera sido posible si nuestros ancestros, como sus primos simios, tuvieran que pasarse el día masticando comestibles duros. Ciertamente, el ser humano es la única criatura viviente que se nutre de forma regular con alimentos cocinados. Igualmente cierto es que la morfología del Homo erectus –sus mandíbulas y dentaduras pequeñas– es congruente con una alimentación basada en esa clase de viandas. Sin embargo, los postulados de Wranglam presentan flancos débiles. Para empezar, el hallazgo del Ardipithecus, un homínido que ya caminaba erguido hace 5,6 millones de años, ha restado importancia al posible impacto del fuego (y la cocina) en el proceso de hominización. Para continuar, olvida que el fuego no es el único medio para hacer digerible una sustancia, pues se puede conseguir el mismo resultado mediante moliendas o marinados. La evolución es más compleja que esto Finalmente, su hipótesis sobre el patriarcado no aclara por qué los hombres no podían cocinarse para ellos de forma grupal, al estilo de las cofradías gastronómicas vascas; ni por qué no cocinaban los días que no iban de caza; lagunas sugerentes de que en la opresión de la mujer intervenían otros factores aparte del cuidado de los fogones. Huelga decir que el talón de Aquiles de cualquier teoría monocausal de la evolución como esta radica en el sobredimensionamiento de un único factor por encima del resto de agentes intervinientes. Los últimos descubrimientos muestran un panorama evolutivo complejo y multicausal, con causas de diversa entidad conjugándose en buena medida aleatoriamente para producir una especie única como la nuestra. Incluso con estas pegas, la tesis del “simio culinario”, tal como se expone en este libro de divulgación antropológica, no deja de resultar una lectura amena e instructiva, y sobre todo, como decía Levi-Strauss de los alimentos, “buena para pensar”.