Erandi Avalos / Colaboradora de La Voz de Michoacán Una de las poblaciones más importantes de la ribera del Lago de Pátzcuaro es aquella “donde está el templo del dios colibrí mensajero”: Tzintzuntzan. Designada como centro de poder junto a Ihuatzio y Pátzcuaro por el gran Tariácuri, se convirtió en la capital del P´urhéecherio. Fue un sitio sagrado y de convergencia política, económica y artesanal; llegando a contar con una población aproximada de treinta a cuarenta mil personas a la llegada de los invasores, cuando Tzinzincha Tangaxoan II pactó con Cristóbal de Olid la entrega del territorio sin saber que poco después, el nefasto Nuño de Guzmán lo torturaría y asesinaría cobardemente un 14 de febrero de 1530. En 1525 llegaron a Michoacán los primeros misioneros de la Orden Franciscana, quienes con mano de obra p´urhépecha construyeron el conjunto conventual de Santa Ana de Tzintzuntzan, el primer convento franciscano en Michoacán, desde el que se pueden admirar los cinco basamentos piramidales denominados “yácatas” de su magnífico centro ceremonial. Después de ir perdiendo su importancia, que no su belleza, en 1861 se le otorga el título de Ciudad Primitiva y en 1930 se constituye en municipio. Este lugar, que conserva todavía algunos rastros del paraíso que fue, es actualmente un importante centro artesanal, con excelente producción de barro sin plomo, alfarería de alta temperatura, textiles bordados, tejidos de fibras vegetales; también tiene una gastronomía típica deliciosa y ha conservado relativamente bien su arquitectura vernácula. Aquí ocurren anualmente una serie de ritos correspondientes a la conmemoración cristiana de la Semana Santa; con la particularidad de un interesante sincretismo y de la participación de gran parte de la población de manera perfectamente organizada y que comienza después del Miércoles de Ceniza, con los Cargueros de la Judea, conocidos en Tzintzuntzan como los Cargueros del Haba ya que son los encargados de realizar seis Viacrucis en el atrio antes del Viernes Santo, tocando un clarín que no se sopla sino que se inspira para producir el sonido; posteriormente ofrecen un pozole de haba, leguminosa que se siembra en el pueblo. En total, se ofrecen aproximadamente dos mil porciones de este platillo tradicional. Destacan entre las actividades de la Judea, la visita de cientos de “espías”, que emulando a soldados romanos, van por todo el pueblo el Jueves Santo, buscando al revolucionario Jesús de Nazaret, con la particularidad de que van montados en sus caballos sin silla llevando capuchones rojos (monteras), camisa y calzón de manta, faja de telar de cintura, calcetines rojos sin zapatos y un silbato prehispánico de barro colgado al cuello. En pequeños grupos van entrando a las casas en las que hace quinientos años los franciscanos colocaron altares con hermosas esculturas en pasta de caña o madera de colorín tallada, casi todas en tamaño natural. Esta estrategia de evangelización resultó ser genial, y la devoción con la que cada familia y barrio veneran y cuidan a sus Cristos es notable, considerando que no son propiedad de la Iglesia Católica, sino de ellos y del pueblo. Originalmente cada Cristo estaba acompañado de una pintura del Santo Rostro y una escultura de un santo que le dio el nombre a cada barrio y su Cristo; por ejemplo, la familia Barriga Estrada resguarda el Cristo de Santa Ana, y tiene también la figura de la santa en pasta de caña, técnica prehispánica que en Tzintzuntzan se dominaba a la perfección. La familia Felices Zacapu tiene en casa al Cristo de la Santísima Trinidad, uno de los más bellos y según la familia, de los más milagrosos. Foto: Pablo AguinacoFoto: Pablo AguinacoFoto: Pablo AguinacoFoto: Pablo AguinacoFoto: Pablo AguinacoFoto: Pablo AguinacoFoto: Pablo Aguinaco La Guerra Cristera fue todo un reto para estas esculturas, como nos cuenta el alfarero, fotógrafo y videoasta Everardo Morales Cuiriz cuyo abuelo era guardián de una figura y se vió obligado a enterrarla en un lugar secreto durante tres años, con una señal encima para que no se perdiera. Así, con el apoyo de los coordinadores, visitan los “espías” a cada Cristo cumpliendo su manda sin hablar y la familia que los recibe ofrece algo de comer y beber a todos los participantes y visitantes. Comenta Edgar Estrada Ventura –quien ha sido “espía” y durante quince años ha interpretado el rol de Centurión Malco en la representación de La Última Cena– que estas tradiciones además de atraer turismo, cumplen una importante función social fomentando la hermandad y convivencia del pueblo y de las comunidades cercanas como Tarerio e Ichupio. El día siguiente, Viernes de Dolores, todos los Cristos se colocan en el magnífico Atrio del Convento y las familias que los custodian se reúnen al pie para acompañarlos. Todo el atrio se llena de fieles y turistas que admiran la belleza de ese imponente espacio entre los centenarios olivos plantados por Vasco de Quiroga, contenidos por la barda construida con piedra de laja de las Yacatás, entre las que encontramos varios petroglifos prehispánicos llamados “janamus”, tema que ya abordaremos en otro artículo. Por ahora sigamos en lo relativo a la conquista espiritual: después de la representación de la crucifixión, ya entrando la noche, comienza la parte más dramática de la Semana Santa: el recorrido de Los Penitentes. Elemento necesario para este ritual son las disciplinas, pequeños látigos de fibra vegetal trenzada con pequeños clavos, que se usa para la autoflagelación o “mortificación de la carne”, que por tradición familiar realiza Don Santiago Cornelio. Tan solo este año, trescientos cincuenta penitentes salieron descalzos del antiguo convento franciscano para recorrer el atrio, las calles del centro o hasta la localidad de Ojo de Agua, un kilómetro y medio más allá del pueblo –según la manda a pagar– cargando una cruz de sesenta a setenta kilos y su disciplina con la que se azotará la espalda hasta sangrar en cada Estación. Si el penitente se cae, debe repetir de nuevo el recorrido desde el inicio. Es admirable cómo el pueblo de Tzintzuntzan se organiza independientemente de los sacerdotes, sin más interés que el servir a un bien superior y logra con éxito un buen resultado en estas actividades tradicionales. Me pregunto qué pasaría si en todo México utilizáramos la misma capacidad de unión, coordinación y organización que en estos sistemas de Cargos para mejorar nuestras condiciones y elevar la calidad de vida. Pienso en nuestros queridos políticos y funcionarios y me cuesta poner en práctica el “Ama a tu prójimo como a tí mismo”; en cambio veo nuestro país tan inclinado a la devoción cándida y sincera y me viene naturalmente el texto: “Escrito está: Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la estáis convirtiendo en una cueva de ladrones” y para no caer en la ira pienso: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Vengan pues a conocer el “lugar de colibríes”, conozcan sus celebraciones y disfruten su riqueza cultural y el buen trato de su gente. Erandi Avalos, historiadora del arte y curadora independiente con un enfoque glocal e inclusivo. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte Sección México y curadora de la iniciativa holandesa-mexicana “La Pureza del Arte”. erandiavalos.curadora@gmail.com