Víctor Rodríguez Méndez Tres documentales serios: Presunto culpable (Roberto Hernández y Geoffrey Smith, 2008), Duda razonable (Daniel Ruiz, 2015) y El caso Cassez-Vallarta. Una novela criminal muestran a cabalidad la deficiencia de nuestro sistema de procuración de justicia. En un país en el que la corrupción y la impunidad son parte del día a día y son sello irreparable de nuestra cultura política, nos ayudan a entender la manera en que se construyen casos basados en mentiras, montajes y torturas. Dirigido por Gerardo Naranjo, El caso Cassez-Vallarta. Una novela criminal –que ha supuesto un gran éxito en Netflix en las semanas recientes– descubre en primera instancia los ardides de la industria del secuestro, pero con el curso de los acontecimientos va descubriendo el entramado de un caso judicial muy mediático y controvertido. Se trata del caso en el que el mexicano Israel Vallarta y su pareja, la francesa Florence Cassez, fueron presentados ante las cámaras de Televisa y TV Azteca como supuestos cabecillas de una banda de secuestradores, responsable del rapto de tres personas (entre ellas un menor de edad), al interior de la hacienda Las Chinitas y maniatados por agentes de la Agencia Federal de Investigación (AFI). Lo más destacado del trabajo fílmico –escrito por Alejandro Gerber, basado en el libro Una novela criminal de Jorge Volpi– es que en sus cinco capítulos logra con una narrativa clara y eficaz, paso a paso, deshilar una historia a todas luces compleja y confusa que se ha convertido en uno de los casos más claros de corrupción y complicidad criminal en el sexenio de Felipe Calderón, en el que estuvieron implicados otros funcionarios, activistas y comunicadores como Genaro García Luna, Felipe Calderón, Luis Cárdenas Palomino, Isabel Miranda de Wallace y Carlos Loret de Mola. Con hábil tratamiento muestra lo quebrado que está el sistema de justicia, y no intenta incidir en la percepción de la persona espectadora para inferir la inocencia o culpabilidad de los personajes. Y descubre, además, una probable implicación clasista en el desarrollo de los acontecimientos judiciales. En algún momento, cuando la francesa está en libertad, en una llamada telefónica bastante extraña el empresario Eduardo Margolis le dice a Florence: «Tú y yo somos hombres blancos... los delincuentes son Israel y los policías, no tú y yo». Resulta impactante escuchar esta aseveración, y sobrecoge la naturalidad con la que Margolis y Cassez se sobreentienden en esta charla, una muestra de cómo la élite en México asume el componente racial-social-patriarcal. Por cierto, Eduardo Margolis se erige como un personaje abominable, racista, soberbio, oscuro y, al parecer, intocable. Un auténtico gólem salido de la tradición judía y ahora aposentado como un referente muy poderoso para la comunidad judía. Básicamente, el documental muestra los vicios de un sistema podrido con una escala criminal muy grave entre política, periodismo, justicia, víctimas y sociedad. A saber: se televisó un montaje –ahora se sabe que hubo un ensayo previo– en el que los reporteros fungieron como detectives públicamente; a los detenidos no se le leyeron derechos y responsabilidades y, en cambio, se les expuso públicamente sin darles el beneficio de la presunción de inocencia, lo que provocó un linchamiento mediático sin haber obtenido sentencia por un juez; además, fueron torturados y obligados a declarar sin tener un abogado defensor a su lado. Aun cuando el documental responde en los hechos a la duda de si Florence era la lideresa de una banda de secuestradores o si fue sólo otra víctima de la corrupción (su proceso estuvo viciado desde el inicio y, por lo tanto, todo el caso se vino abajo y aplicó entonces la presunción de inocencia) lo cierto es que al día de hoy a Israel Vallarta no se le ha sentenciado, después de diecisiete años. Cruda realidad.