Aura Muñoz Romo colaboradora de La Voz de Michoacán Las mujeres que estudian ahora en universidad licenciatura, maestría o doctorado, saben que no fue fácil llegar allí. Muchas feministas tuvieron que luchar para que ese acceso fuera posible. Entre ellas, se encuentran “El Fénix de México”, Sor Juana Inés de la Cruz, quien vistió ropas masculinas para poder hacerlo; Matilde Montoya, la primera en ingresar y titularse de la Universidad en México; Margarita Práxedes Muñoz, Esther Festini de Ramos Ocampo, María Trinidad Enríquez y Laura Esther Rodríguez Dulanto, quienes lucharon con uñas y dientes por el acceso a la educación universitaria. Finalmente, se logró que las mujeres fueran aceptadas en las universidades entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Pero después vendrían otros problemas: el qué dirán, las bromas familiares como “de qué vas a trabajar, nunca encontrarás marido o te vas a morir de hambre”. Afortunados eran los hombres que, desde la primera, podían entrar a cualquier facultad y no sufrieron de las burlas, las miradas y los prejuicios que sufrieron nuestras predecesoras de sus propios compañeros y de sus profesores. Podría decirse que el tiempo ha mitigado estos malos ratos y que ya las mujeres han tomado su merecido lugar. Se les otorgan becas Conacyt, apoyos para las madres, premios nacionales e internacionales y hasta han logrado ganar el Premio Nobel. Pero concentrémonos en lo que sucede en las universidades de México y de América Latina: Sí, se logró el acceso a la universidad, pero ¿son las mujeres tratadas igual que los hombres? No. Categóricamente, no. Si una mujer llega a clases con una mala cara o un gesto triste, lo primero que un hombre le pregunta es lo siguiente: –¿Qué? ¿Andas en tus días? ¿Por qué? ¿Es que acaso no tenemos el derecho a expresar en nuestro rostro el cansancio, la fatiga, o simplemente el hartazgo o la rabia? Tenemos que llegar siempre al aula con buena cara, sonrientes y amables para que no nos hagan esa pregunta que, de tan idiota, causa enojo. Estamos exponiéndonos cual erizos y los demás nos están hiriendo con sus espinas. ¡Qué razón tenía Schopenhauer con el Dilema del Erizo! Dice Schopenhauer que, en un día muy helado, un grupo de erizos se encuentran y sienten la necesidad de darse calor para no morir congelados. Sin embargo, cuando se aproximan mucho, sienten el dolor que les causan las púas de los otros erizos, lo que los impulsa a alejarse de nuevo. Pero como el hecho de alejarse va acompañado de un frío insoportable, se ven en el dilema de elegir: o se hieren con la cercanía de los otros o se mueren. Por ello, van cambiando la distancia que les separa hasta encontrar la óptima, en la que no se hacen demasiado daño, pero tampoco mueren de frío. Los humanos somos como los erizos en nuestras relaciones. Sobre todo si tenemos en común el pesimismo que caracterizaba la filosofía de Arthur Schopenhauer. ‘El dilema del erizo’ se puede llevar incluso al terreno de la Física. Si el erizo no quiere morir de frío y, a pesar del dolor, busca el calor, es por la Ley Cero de la termodinámica o Ley del Equilibrio Térmico. Dicta que: “Si dos sistemas están en equilibrio térmico de forma independiente con un tercer sistema, deben estar también en equilibrio térmico entre sí” Cuanto más cercana sea la relación entre dos seres, más probable es el daño que ejerzan el uno al otro y cuanto más lejana sea su relación, es más probable que mueran de frío. Esta parábola ocurre en las universidades. Más cuando se padece de TLP (Trastorno Limítrofe de la Personalidad). Estas personas erizo sienten que los demás los lastiman. No soportan la presencia de otros. Imaginen lo que es estar en una clase y empezar a sudar frío, sentir que el pizarrón se viene encima y tener que pedir permiso para salir porque el corazón se les va a salir del pecho. Empiezan a tener ataques de pánico. Las mujeres, por no querer perderse alguna clase, suelen encajarse las uñas en la piel hasta dejárselas marcadas, porque no quieren la burla de los hombres y sí desmentir la misoginia. Sócrates había dicho: “De todos modos, casaos, si dais con una buena esposa, seréis felices, si dais con una mala, llegareis a ser filósofos”. Aristóteles dijo: “La hembra es hembra en virtud de cierta falta de cualidades”. En la misma línea, filósofos como Erasmo, Rousseau, Kant, Hegel y Schopenhauer. Cuando las estudiantes con TLP al fin se quiebran y aceptan que algo no está bien, acuden con un experto, que las turna con el psiquiatra, y piensan que los hombres que les han estado diciendo locas, estaban en lo correcto. Suspiran y preguntan: ¿TLP?¿En español? Una enfermedad mental que afecta gravemente la capacidad de una persona para controlar sus emociones. La pérdida de control puede aumentar la impulsividad, afectar cómo se siente una sobre sí misma y repercutir negativamente en sus relaciones con los demás. Puede haber cambios fuertes de ánimo, rápidos cambios de sus sentimientos, paso de una cercanía a una aversión extremas, lo que origina relaciones inestables y dolor emocional. Tienden a irse a los extremos. Más síntomas: esfuerzos para evitar el abandono, tendencias suicidas, sentido de identidad distorsionado, comportamiento autodestructivo, estados de ánimo intensos y muy variables con episodios que duran de horas a días, sentimiento crónico de vacío.[3] Esto no significa que estén locas. Pero se angustian cuando saben que deberán tomar medicamento controlado, que no es nada barato. No es nada fácil ser una estudiante universitaria sabiendo que se padece TLP. Muchas prefieren no decírselo a nadie por temor a que las juzguen como locas de por vida, o por recomendación de sus psicólogos que les dicen que el diagnóstico elimina a la persona. Empecemos a tratar a las personas con un trastorno, no como bombas de tiempo. En las universidades públicas y privadas hay compañeros y hasta profesores que las juzgan por ser las “cerebritos”, las competitivas, las alzaditas, las “pocos amigos”, pero acaso alguno se ha acercado a preguntarles por qué. Se supone que estamos una era donde nos preocupamos el uno por el otro (como diría Ricoeur), estamos atentos a la mirada del otro (como diría Sartre), que le damos suma importancia a la comunidad (como diría Platón). Tal vez sería más fácil para las mujeres con TLP si fueran hombres, porque las ignorarían o hasta las respetarían. Pero la misoginia, que viene desde la Antigua Grecia, sigue presente en las universidades. Las personas con TLP y con otras enfermedades mentales saben que cuesta demostrar su condición porque no es visible para los demás, como quien padece cáncer, tiene que usar muletas o está vendado por alguna quemadura. Con o sin TLP, erizos o no, las mujeres tenemos la responsabilidad de seguir persiguiendo los sueños universitarios por los que tanto lucharon nuestras predecesoras. Si eso nos hace alzadas e insoportables, ni modo. Seguiremos aguantando el frío, estudiando en nuestras universidades. Por nuestras antecesoras, nosotras y por todas las mujeres a las que no creen capaces de lograrlo y para desmentir que somos hembras en virtud de ciertas faltas de cualidades. ¡Ya basta de una buena vez! Aura Muñoz Romo es Maestra en Filosofía de la Cultura, doctorante en el Instituto de Investigaciones Filosóficas “Luis Villoro” de la UMSNH, profesora de inglés, diplomada en Creación Literaria, escritora y ganadora de la medalla “Dr. Ignacio Chávez Sánchez” 2022.