El valor del silencio
El Caballo de Turín, dividida en seis actos que representan los días que le tomó a Dios crear el mundo, es una película que muestra la pesadez de la existencia humana


Juan Pablo Arroyo Abraham, colaborador La Voz de Michoacán
“Un silencio incómodo” dice la tan mentada frase refiriéndose a esos momentos donde las palabras dejan de fluir y el silencio se apodera del espacio vacío, pero ¿cuál es el valor de la mudez en el cine?
En el año 2011 nace una obra cinematográfica húngara titulada El Caballo de Turín (Torinói ló), dirigida por Béla Tarr y Ágnes Hranitzky, ganadora, entre muchos otros reconocimientos, del Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín. Esta película será, como el mismo Béla lo anunció, su última producción a realizar en su vida. Ya no quiere hacer más cine, ya agotó todos sus recursos narrativos y no hay nada más que decir.
El Caballo de Turín, dividida en seis actos que representan los días que le tomó a Dios crear el mundo, es una película que muestra la pesadez de la existencia humana, reflejada a través de dos personajes principales: un padre y su hija. Cada mañana, de manera casi autómata, ella se despierta, ayuda a vestir a su padre, quien tiene un brazo paralizado, y le prepara una papa hervida. El padre la come con indiferencia y acto seguido sale al establo, saca su caballo y se dirige al pueblo a buscar sustento. La agónica rutina se rompe el día que el caballo no quiere trabajar, se aferra a no moverse y permanecer dentro del establo. El padre, frustrado, decide regresar al interior de su morada, desvestirse y acostarse en la cama.
Si bien, El Caballo de Turín, se caracteriza por su casi nula presencia de diálogos, hay otros elementos que predominan durante sus 146 minutos de duración: el viento y su banda sonora. El viento es ensordecedor, es un personaje más dentro de la trama, ocupa el espacio que las palabras dejaron vacante. Nos incomoda tanto hasta envolvernos en su más profundo significado, el de la desolación. Y es precisamente lo que esta película nos quiere transmitir: la desesperanza, la ausencia de Dios y la pesada carga de la vida. No es una película sobre la muerte, es sobre el dolor de vivir. Y a pesar de que esta obra se centra en la carencia de motivaciones y exalta los silencios mas agudos, es un claro ejemplo del expresionismo como herramienta narrativa, es decir, El Caballo de Turín “grita” en el tono más elevado posible, las frases más dolorosas a través del constante ventarrón que nos invade como espectadores. No hay escapatoria. Desde los primeros minutos de la película ya estamos dentro de ella. Somos parte de la historia de estos dos personajes, vivimos en carne propia su angustia y nos apropiamos de ella (¿o será que la película se apropia de nosotros?). Ese es el poder del cine de Béla Tarr, su capacidad de “hundirnos” en sus propios pesares. Tarr nos toma bruscamente de la mano y nos sumerge en sus pantanos llenos de miedos y fantasmas.


Pero así como para saber qué es la felicidad debemos conocer la tristeza, o para diferenciar entre el éxtasis y la apatía debemos trastocar ambos sentimientos, en El Caballo de Turín, hay un brusco rompimiento al perpetuo silencio que rige su ritmo: la aparición de un personaje que toca la puerta de la casa de los protagonistas en busca de aguardiente. Considerando que en este punto de la historia ya estamos totalmente inmersos en la lenta velocidad de la misma, la aparición de un elemento disruptor se convierte en un parteaguas en el arco dramático y nos recuerda que las palabras sí existen.
Mientras la hija le llena una garrafa con licor, el vecino, en un tono decisivo, comienza a “escupir” letanías basadas en las ideas filosóficas de Nietzsche sobre la destrucción del mundo provocada por el propio ser humano, la transmutación de todos sus valores y la muerte de Dios. Este monólogo se convierte en el clímax de la película. Es aquí donde los directores de esta gran obra cinematográfica nos recuerdan que los silencios son la consecuencia de las palabras (o viceversa), y que estos pueden ser el elemento más poderoso en el séptimo arte.
Si hacemos un recorrido por la filmografía de este director húngaro, podremos constatar sobre el valor del silencio en el mundo del cine. Él, sin temor a ofendernos e inclusive cuando deliberadamente decide traspasar las fronteras entre la razón y la locura, nos sumerge en un viaje lleno de sentimientos que difícilmente podremos olvidar y que se convertirá en un tatuaje indeleble que nos recordará por siempre que no somos sino simples mortales, que en nuestra espalda llevamos la carga más pesada que existe: la vida misma.
Espacio Solaris es un espacio de exhibición cinematográfica independiente, alternativo e incluyente ubicado en el corazón de la ciudad de Morelia. También es el hogar del podcast Butaca 39 y de la Muestra de Cortometraje Contemporáneo 5C.
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