La cabeza de mi padre, el viaje para sanar heridas del abandono paterno

Un libro del viaje que es la vida y las posibilidades sanadoras y autocrecimiento personal

Libro: El sotano, Foto: El País

Adriana Sáenz Valadez colaboradora de La Voz de Michoacán

La ficción que hoy nos convoca tiene como tema la ausencia del padre. Un libro del viaje que es la vida y las posibilidades sanadoras de escribir(se). Narrar para sanar. La cabeza de mi padre es una autoficción de desarrollo, pero no en el sentido clásico y cronológico. La historia parte de la infancia que se detuvo en el momento en el que el padre abandonó a la familia. Es una historia de autocrecimiento. A partir de crearse desde una narrativa personal, la voz de enunciación y personaje van desarrollándose, no tradicionalmente, sino que, para poder comprender (se), desde la vida adulta va abonando nutrientes a la infancia. Lo hace en tanto posibilidad de labrarse, de vislumbrar un futuro donde la ausencia no sea el hilo conductor del sí mismo.

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Hija menor de ocho hermanos y hermanas, lo único que tiene la protagonista para recordar al padre es una fotografía recortada. Una imagen donde el padre está con ella, pero ha perdido la cabeza. El retrato sobrevivió a una de las ocasiones en que la madre quiso deshacerse del dolor del abandono, de las llagas de la pobreza, del cansancio de transitar la vida en un ambiente patriarcal donde los novios desean a las hijas y no a ella; donde las parejas la buscan como una madre, donde está y se siente sola. En uno de esos instantes donde la angustia de no tener recursos para alimentar a los hijos, ésos donde los tacos que se comen son de imaginación y trozos del azúcar que quedó en la alacena, para no perder la cordura cortó las imágenes que le recordaban al pasado, al padre de los hijos a él –que no aguantó y se fue.

Foto: Adriana Sáenz Valadez

Alma Delia, la protagonista y narradora, autoficciona los recuerdos de su vida. Instantes de una biografía unidos por ráfagas, voces que le preguntan por el padre. Ése al que, para poder enunciar, posiciona como fallecido. Es menos difícil tener un padre muerto. Si ya está en la caja, no la juzgan por la familia a quien el padre no quiso. Muerto, ya no hay interrogantes: ¿tendrá otra familia?, ¿nos abandonó porque tiene otra hija?, ¿seré la causante de su angustia y por eso un día simplemente se fue? Preguntas que taladran su día en la escuela, que están presentes incluso en los días de reconocimiento. ¿Vendrán tus padres? Le cuestionan el día que presenta su tan anhelado primer libro de ficción.

La construcción del yo se detuvo el día que se fue. Con él, se llevó el futuro, la vida adulta, la confianza en sí misma. Lo que le quedó fue un cuerpo que siguió creciendo, pero que no quiere hacerlo. Partió y, en su saco, se llevó a Alma Delia. Sin saberlo, ella se encuentra en esa oscuridad de incertidumbres, de penas, de grises y días rotos.

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En el relato, la narradora emprende un viaje de autoconocimiento y de discernimiento del padre. Viaja desde su presente para unir los pedazos, geografías distintas y disformes que son su vida. Años le ha llevado asumir que es un conjunto de piezas. Fragmentos que necesitan comprenderse para poder unirse.

Su presente es complejo y, desgraciadamente, muy común. Una suma de trozos. Va desde sobrevivir a un abuso sexual, a los muchos intentos de quitarse la vida, motivada por la voz que le recuerda que nunca, nunca es suficiente, a los grumos que provienen de la ficción que se ha inventado. Una ejecutiva fuerte, exitosa, bilingüe, sobreviviente de los insultos por todo lo que es –que no debería ser motivo de degradación, pero que, en la realidad de ella y de muchas, lo es. Mal por su condición económica, mal por su color de piel, mal por la escuela en la que en fragmentos estudió, mal por ser mujer. Desde esa quimera que ha creado, convence a algunos de los hermanos y a la madre (que se les une) de hacer un viaje hacia la búsqueda del padre.

Desde la CDMX hasta La Mira, Michoacán, transitan montañas, lagunas físicas y emocionales. Las islas que son su vida se van uniendo. Se va coloreando un retrato, un espacio simbólico donde los cambios de clima van proporcionando figuras en el recuerdo. Momentos de convivencia y perdón, de unidad y reconocimiento. A través de este viaje, le pone al padre ojos, nariz y boca, voz, cabello y complexión. Esta estructura no sólo configura la imagen completa de él, sino también la de ella. Ahora puede crecer. ¿Perdonar? No lo sé, pero sí configurar un pasado que duele, pero que permite trascender a través de la escritura.

Escribir para sanar

Escribir es una terapia, un medicamento que tomamos a cuenta de palabras, de párrafos, de cuartillas. Con la escritura, vamos ingiriendo remedios para los duelos, las angustias, las vivencias que no podemos gritar.

En estos días, ha salido la noticia sobre Skinner, hija de Alice Munro, y el sistemático abuso que sufrió a manos del marido de la madre. Durante la infancia, ni el padre ni la madre la protegieron. Quizá la madre lo hizo en la ficción, donde le pudo brindar soporte, justicia y apoyo.

Para Alma Delia Murillo, la escritura es un hogar, un lugar que le permite gritar, reconocer el daño, contar las ausencias, dejar que las palabras (incluso sin la intención de ser tajos) abran las heridas, las marcas que las decisiones de otros han dejado en su cuerpo, en su historia. “Yo no tenía una nariz gigante ni una abultada joroba, tampoco una ambición desmedida o una vanidad desbordante. Yo tenía un duelo malformado por mi padre. La doliente ridícula” (2022,112).

El dolor forma su cuerpo, su historia su ánimo. Alma admira a su hermana mayor. A pesar de las marcas que estampan su cuerpo –derivadas de las quemaduras de un incendio que delimitó en la familia, en el padre, en el tiempo un antes y un después– la hermana puede reír, ironizar y, desde esta condición, iluminar sus días. Delia tiene dudas que la asfixian y la atan al pasado. Ella es la única hija que no recuerda al padre. En la incapacidad de conocerlo y recordarlo, lo inventa. Desde la ficción, lo construye, lo mata y revive, según la circunstancia, el momento. Es desde la escritura que puede sanar y crearse. Desde ahí nos brinda una narrativa de realidad y autoconocimiento maravillosa.


Adriana Sáenz es doctora en Humanidades, trabaja en la Facultad de Filosofía de la UMSNH y usa toda trinchera para desestabilizar las opresiones: desde la academia, la calle, el pensamiento, el amor, la escritura, la irreverencia.