Nektli Rojas En realidad, no se sabe cuándo empiezan a vivir las personas. Puede que Antaki poseyera conciencia de su vida desde hace ocho siglos, en Antioquía, o en 1915, cuando su abuelo se dirige hacia Alepo, o en 1118, cuando Yanni viaja del Peleponeso a tomar posesión de Antioquía, que es el punto donde inicia la novela. Los datos biográficos hacen nacer a Antaki en el Damasco de 1948 y morir en el 2000, en CDMX. Sus letras la mantienen viva hasta ahora. Una belleza difícil de contener, como su intelecto y preparación, publicó veinte libros en árabe, francés y español, entre los que hay ensayo, entrevista, poesía, novela. Antaki tenía en sus venas la herencia de sangre del último gobernador turco de Antioquía y enormes ojos verdes. Con ellos vio todo su pasado, que en esta novela narra en tres partes y a varias voces. La de Yanni; la de Umaya, que narra la vida de Lutfallah, el patriarca que pierde el poder; la de Mariam, madre de Umaya; la de Lutfallah mismo. Obliga a los personajes a mirarse y perfilarse unos a otros, mostrando su belleza, su poder, sus violencias. Nos cuenta los horrores políticos que la familia padece, las furias internas del clan. Nos hace ver de cerca la gran cultura que algunas de sus mujeres lograron poseer. Se dice ahora que uno de los temas que las escritoras desarrollan frecuentemente es el de las historias familiares. Sí. La familia vino del norte, de Silvia Molina; los poemas de Frida Lara, “Daddy”, de Sylvia Plath, La casa de los espíritus, de Isabel Allende, entre otras. “Cada familia es infeliz a su manera”, abre Ana Karenina. Por eso el tema no se agota. En El secreto de Dios estamos ante tres infelicidades: la familiar, la de toda una región, y la que habita interior de los personajes, desde donde se extiende por espacios en donde el Islam convive con lo griego y con la cultura occidental. Grecia, Siria, México. Leer a Antaki es viajar lejos en la historia y la geografía, profundo en los corazones de la gente. Antaki, como antropóloga y la entusiasta difusora de la cultura árabe en México que fue, conoce bien esa historia, que narra con un estilo en el que se mezclan los tiempos, se detallan las costumbres orientales, sus prejuicios, su extrema capacidad de poder. Umaya es el alter ego narrativo de Antaki: “Sé suficientemente lo que debo a la soledad, para no quererla”. En la tercera parte de la novela, Umaya, a quien le roban en América las joyas históricas de Antioquía, algunas de ellas provenientes de Alejandro Magno, regresa a Siria a buscar el diario de Lutfallah. Ahí se guardan testimonios de los sobrevivientes de la guerra civil. A través de ese manuscrito nos hace conocer el secreto de Dios: “El poder es la metáfora de Dios. Poder jugar a ser Dios, controlar, lastimar, humillar, ordenar y aun matar. Ante todo, matar.” Es la voz del hombre que descifra lo divino. Pero Mariam, hija de Lutfallah, lo corrige: Dios es también el conocimiento y la inmortalidad “y morimos por no poder alcanzarla”. La escritura tiene consecuencias para las creadoras. En el prólogo, Maruam Soto Antaki, hijo de Ikram, afirma que, cuando el libro se publicó por primera vez en 2013, la familia “saltó enardecida”. Maruam no dice más, pero yo he visto la capacidad destructiva de ese salto. Las historias también pertenecen a las mujeres, así como el derecho de narrarlas, a entenderlas, a compartirlas. Vaya en estas palabras mi reconocimiento a la Dra. Antaki por su impresionante existencia. Nektli Rojas es maestra universitaria y, ante todo, una creadora terca que escribe y trabaja para abrir caminos a la escritura de las mujeres.