Ramón Claverán, un escritor que surge en el campo

La Voz de Michoacán. Las últimas noticias, hoy.

Ramón Claverán Alonso nació en el barrio de Triana de la ciudad de Aguascalientes. Hijo de Ramón T. Claverán Reyes y de Doña Oliva Alonso Díaz, hermano de Graciela. La infancia de Ramón transcurrió en el pueblo de Pabellón, un pueblo que a decir suyo, no tenía pasado porque fue creado por generación espontánea. El pueblo nació de una simple estación de ferrocarril para convertirse en la meca del progreso agrícola, pues allí se construyó el Distrito de Riego número uno, donde su padre trabajaba para el Banco Nacional de Crédito Agrícola. Era una comunidad que estaba poblada de ingenieros agrónomos y de esa efervescencia en el pueblo, Ramón sería testigo durante los años de su niñez. Sin duda haber visto aquel mundo mientras él crecía, debió ser determinante para sus decisiones y destino en la vida futura. Aquel era un pueblo que en esos años le dio una visión importante que desarrollaría en él, un espíritu de progreso y preparación indudable.

Su padre, también aficionado a la cacería, le enseñó el amor al campo. Ramón lo acompañaba en los recorridos que su padre hacía por los campos cercanos al pueblo en los que Ramón aprendió a montar caballo y a descubrir ese mundo que se extendía portentoso ante sus ojos. Los recorridos con el Ingeniero Claverán, su padre, serían sin lugar a dudas, uno de los motivos que también determinarían esa forma de ver la tierra, los cultivos y todo ese fenómeno que ocurre en el campo, observaciones que fueron decididamente una razón para que Ramón, años después, buscara estudiar Agronomía.

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Alumno de maestros rurales y aquellos otros instructores que llegaban en las famosas misiones culturales que les enseñaban a los niños distintos saberes, incluidas actividades como la natación, que Ramón recuerda con mucha alegría. Desde siempre su apego a la lectura, motivado por su padre que les leía novelas del Siglo XIX a él y a su hermana. Luego llegó el encuentro con los libros de Julio Verne y Emilio Salgari, fueron fundamentales en la imaginación que años después, serían centrales para su escritura.

Curiosamente Ramón nunca que creyó que escribiría cuentos y novelas, pero a lo largo de su vida y alternando con sus lecturas científicas y técnicas, leyó en inglés a William Faulkner, a Stevenson, a Michener a Somerset Maugham, a Oscar Wilde entre otros muchos autores que le darían lentamente la motivación futura y latente, para cuando su retiro laboral llegara. Recuerda que al día siguiente de su jubilación, cumplió dos pendientes que tenía: la carpintería y la escritura de relatos, para lo cual, fue a prepararse en las clases informales del Seguro Social (IMSS) y la Universidad Michoacana (UMSNH) en ambas disciplinas respectivamente.

UN NIÑO, TESTIGO DE CARGO
Mientras esperaba turno en la peluquería de aquel pequeño pueblo de Aguascalientes donde a los ocho años vivía el niño Ramon Claverán Alonso, dos hombres discutían sobre las armas utilizadas en los combates de la segunda guerra mundial –que por esos días estaba como noticia de primera plana– en nuestro país. La discusión de aquellos parroquianos, cada vez se tornaba más álgida hasta que se levantaron decididos a seguir la discusión a golpes, pero uno de ellos cogió la navaja del peluquero y amagando al contrincante, rodeaban la silla giratoria que estaba fija en el centro del lugar. El que desarmado –como pudo– encontró otra navaja y ambos armados –como gallos de pelea enfurecidos– seguían amagándose en torno a la silla y ante los ojos estupefactos del peluquero y el niño Ramón que permanece en silencio y expectante. En la primera oportunidad, aunque no fue fácil, el hombre de la peluquería, logró armarse de valor e intervino evitando lo que parecía inminente. Controló el pleito quitándoles la navaja cada uno, pero le pidió a Ramón que volviera otro día porque ya era imposible atenderlo. El niño cuidadosamente, se fue a su casa y en menos de media hora, aparecerían algunos miembros del ejército para preguntar por aquel testigo que debía declarar.

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El niño tuvo que acudir como testigo de cargo ante las autoridades militares (en ese tiempo y dadas las circunstancias de la guerra, los militares patrullaban como policías, “como ahora” asegura Ramón), y ya ante la autoridad y con los acusados detenidos, le pidieron al pequeño Ramón, que diera fe de los sucesos.

Ramón respondió al interrogatorio tal y relató, tal y como había presenciado los hechos, salvo que tuvo que aclarar, que respecto a la discusión sobre las armas y los aviones usados, ninguno de los dos hombres tenía razón, porque las armas usadas por los ejércitos combatientes en aquella cruenta guerra, no eran ni unos, ni otros modelos de los que aseguraban los señores de la pelea y por lo cual pelearon, sino las armas usadas por uno y otro ejército, eran un modelo de armas que ninguno de los contrincantes que peleaban a navaja, habían mencionado. Y Ramón –que estaba perfectamente informado del asunto– las recitó a pie juntillas ante aquel jurado militar, pues su conocimiento sobre aviones y armamento –que leía en las revistas a las que su padre estaba suscrito–, lo hacían una verdadera autoridad en el tema. Nadie imaginaba que aquel niño fuera un conocedor de la guerra, ni que ese pequeño testigo, conociera las batallas por los dos frentes, en Europa y en el Pacífico, aunque esta última le interesaba mucho más.
Como era de esperar, la notoriedad del niño se hizo presente, como suele suceder en los pueblos pequeños y tras su comparecencia, era conocida su sapiencia sobre el fenómeno bélico, noticia central en aquellos días.

LA ESCUELA NACIONAL DE AGRICULTURA EN CHAPINGO
Con la influencia que había desarrollado su interés por estudiar Agronomía, Ramón enfiló rumbo a Chapingo, aunque en el primer examen, por fortuna como él mismo lo ha dicho, no se quedó (No le hubiera tocado la generación que le tocó y de la que hasta la fecha se siente orgulloso). Tuvo que esperarse un nuevo ciclo. Y con la ayuda de Jorge Galindo, su primo, que lo preparó en una rápida asesoría mientras esperaba como los empecinados y pacientes, logró aprobar el nuevo examen y por fin pudo ingresar a las filas de aquella legendaria escuela. Cuenta Ramón que allí fue una de las etapas –como suele suceder cuando se ama la profesión– más felices y emocionantes de su vida, porque estaba aprendiendo lo que le había robado el sueño; la Agronomía y sobre todo, puede entenderse: estaba estudiando la profesión de su padre y tenía como gran referencia aquel pueblo “lleno de ingenieros” que vio con avidez desde sus ojos de niño.

Ramón, desde allá en Pabellón, gustaba del Beisbol, aunque no lo practicó porque reconocía no tener el brazo que todo beisbolista necesita, en cambio sí pudo jugar futbol americano durante cuatro de los seis años cursados en la histórica Escuela Nacional de Agricultura en Chapingo. A estos dos deportes, ha sido aficionado desde siempre y hasta la fecha. En el beisbol, lanza la gorra al cielo cuando ganan Los Yankis de Nueva York y del futbol americano, ese deporte rudo, disfruta la vida cuando una vez el año, llega Super bowl.

LOS VIAJES
La vida tiene vías ligeras y las rutas largas. Recorrer las distancias nos hace valorar la inmensidad del mundo que habitamos, nos da cuenta de su grandeza y nos acerca a la valoración de la diferencia de culturas, historia, costumbres, lenguas y maneras de mirar la realidad tan diversa. Los viajes siempre tuvieron el atractivo del que quiere descubrir lo que hay del otro lado de la distancia, lo que puede encontrarse debajo de los caminos y lo que nos espera del otro lado del mar. El viaje tiene dos puntas y en esos extremos se eleva la experiencia de haber recorrido una parte del mundo que siempre fue nuevo. Ramón Claverán Alonso, viajó a distintos lugares del mundo en su labor profesional de la Agronomía y pudo observar las distintas maneras que el hombre tiene para intervenir la tierra, las aguas, los bosques, los ríos, los pastizales y las peculiares maneras de criar los animales productivos. Pudo también recoger en su experiencia, los modos de vida y la fisonomía más compleja que tiene los diversos pueblos. Visitó Africa, vio ese mundo agreste que medra en el continente y nunca ha olvidado Zimbabwe, donde encontró un adivino que acertó sobre su vida y aquello que le decía en su acentuado inglés, nunca lo ha olvidado. En su memoria diestra y de gran precisión, están claras las Cataratas Victoria, los cielos inmensos, las impensables arboledas, el desierto y el mundo animal que nunca ha dejado de sorprenderlo. Con cierta nostalgia Ramón también guarda en la memoria Edimburgo, la ciudad escocesa donde nació Robert Louis Stevenson. Esa es una de las ciudades que nunca ha olvidado; es una ciudad que guarda en la memoria como una joya y como suelen guardarse los lugares en los que se ha sido feliz, la tiene presente entre sus muchos recuerdos. Pero sobre todo, todos esos viajes, en los que recuenta con alegría Dublin, Paris, Londres, Nueva York, Madrid, Granada (Y el sur de España, donde además tuvo la suerte de haber toreado por primera y última vez, como recuerda con humor). Pero también por numerosos sitios de Estados Unidos y Latinoamérica, sin dejar de mencionar la enorme cantidad de lugares visitados en México.

Los viajes para este hombre cumplido y curioso, fueron importantes y de gran influencia para descubrir que la literatura le esperaba en una de las más luminosas esquinas de su vida. Allí estaba una señal en la memoria, una luz guía, que le hizo descubrir que la realidad, es un cúmulo de recuerdos y lo que de ella se puede contar, son simples anécdotas o literales recuerdos con la poca gracia para apreciar el pasado. Y Ramón no se quedó allí. Un día encontró en el recuerdo de sus viajes, sucesos y personas, ese fósforo que guardaban las vivencias para escribir y reinventar la historia de la que fue testigo a lo largo de todos esos ámbitos que lo forjaron, como un hombre de memorias e imaginación radiantes. º