Gustavo Ogarrio Hace cuatro años murió el gran Demetrio Olivo, El Lobo, periodista de cultura y emblema entrañable de este periódico. Un reportero todoterreno al que yo admiré desde que llegué a Michoacán, al que conocí en la Redacción de La Voz de Michoacán y al que estimé por su extraña manera de ser solidario y su modo tan particular y apasionado de vivir el día a día del periodismo. Aprendí de él escuchándolo, pero también leyéndolo, en esa mezcla casi delirante entre lo que decía en voz alta de sus notas y el texto ya entregado para su publicación. Implacable siempre en el manejo de información, en los recursos periodísticos y estéticos con los que escribía sobre las expresiones artísticas, Demetrio tenía en su cabeza uno de los grandes mapas históricos de los procesos culturales de Michoacán y del país; desde ese mapa escribía y se movía en la intensa vida cultural del estado. Su erudición no era una simple acumulación de información: siempre estaba al servicio de las y los lectores, de transmitir una comprensión lo más completa posible de las expresiones artísticas que reporteaba y narraba. Recuerdo como si fuera un archipiélago de sueños algunos de sus memorables relatos periodísticos: la manera en que desmontó el fraude del concierto de Pablo Milanés en el Teatro Ocampo, sus notas y reportajes informados y analíticos de la muestra internacional de cine, sus crónicas de teatro y danza, un día ya lejano de 1999 me dio en la Redacción una charla magistral sobre la obra de Sartre y de Camus, a propósito de las librerías de viejo en Morelia. Demetrio fue una escuela de periodismo que predicaba con el texto. Nuestro más entrañable juglar de la tinta. Yo estaré eternamente agradecido por todas las enseñanzas que recibí de él, como esas lecciones que se dan sin saber que se están dando y sin saber que las estás recibiendo, como se transmite lo verdadero en el fondo del mar...