Gustavo Ogarrio Aquí no hay nadie…no hay fotos felices con los abuelos o con los vecinos o con sobrinos de los que apenas se recuerda el nombre. No hay familias en las playas con rutinas de venenos amables que irritan el estómago o con canciones desafinadas cantadas por las tías. Tampoco hay paredes de las que caen racimos de hojas artificiales con esferas rojas y muérdagos gigantes. Y si hay todo esto es un simulacro cruel que se disipa en los magníficos vientos que han logrado tambalear las calles en noches bíblicas cansadas ya de esperar el fin de los tiempos. Amanecen árboles caídos que se quedan quietos en la soledad del asfalto. Han vuelto los pájaros y los sonidos de las ambulancias. Las manos cada vez más viejas por el jabón y el gel anti-bacterial. Las tardes espléndidas se baten en duelo contra el repunte de la pesadilla y de los contagios. Todas y todos afuera desde hace algunos meses. Todas y todos adentro de un horror solitario, manchado de normalidad, un horror a veces tan raquítico, tan áspero...un horror mezquino que se hace el sueco mirando hacia otros lados para luego dejar su dentellada de realidad entre los más cercanos. Las lucecitas en las ventanas apenas alcanzan para hacer de la ciudad un cementerio de buenos deseos y de palabras reconfortantes. ¿Qué se extraña cuando se extraña? ¿El cuchillo en la mesa rodeado de personas en rutinas familiares? ¿Trapos para limpiar el derrame de los romeritos? ¿Los chismes que hablan de primas embarazadas, de tíos desalmados con los primos, de hijas fuera del matrimonio? Todo está gobernado por frases que respiran detrás de la espalda como sombras. El nuevo año no es más que un pobre espantapájaros que me hace recordar cosas extrañas de mi infancia. En esta quietud de murmullos que caen del cielo, de vientos siniestros y de tapabocas en calles que se llenan y vacían de golpe, todo parece indicar que nuestras voces seguirán con el rumbo perdido, intentando nombrar lo que no tiene rostro ni fin.