Gustavo Ogarrio Frank Zappa (1940-1993) se narra como un niño casi atómico, hijo de un meteorólogo que trabajaba en la base militar de Edgewood y en donde se fabricaba gas venenoso durante la segunda guerra mundial: “Por lo que supongo que su labor consistiría en saber en qué dirección soplaría el viento cuando iban a soltar el gas”. Esto lo cuenta en sus memorias, “La verdadera historia de Frank Zappa”, en las que también describe que sus primeros juegos infantiles eran con materiales de laboratorio en una habitación impregnada de mercurio. De padres sicilianos, Zappa pone énfasis en la anomalía permanente con la que padecía ser un hijo de italianos en Estados Unidos: al quejarse de un dolor de oídos, los padres le ponían, en el cuenco de la oreja, aceite de oliva caliente para curarlo. Lo que más bien producía eso era un dolor permanente y el ridículo; el infante Zappa se paseaba con sus bolas de algodón amarillas en las orejas sin poder curarse. También padecía asma y sinusitis. Sufrió con médicos delirantes que le metían radio en las fosas nasales con un extenso alambre. La infancia química de Zappa fue un fracaso, hasta que llegó la sulfamida: su hermano se quemó al prendérsele el pijama cuando se acercó a la estufa de carbón. La sulfamida le curó la herida y lo dejó sin marca alguna. Después vendría el traslado de Maryland a California. Con un amigo se internó en el viejo garaje de un vecino en el que encontraron balas de metralleta, de las que extrajeron la pólvora sin humo. Frank quiso fabricar una pequeña bomba que le estalló entre las piernas, dejando un gran hueco en el piso y que lo arrojó varios metros atrás. Con ello terminaba su infancia explosiva y comenzaba su trayectoria en la música, al inscribirse en una clase de percusiones orquestales, a los doce años. Las aleaciones musicales serían el siguiente paso en su vida química.