Gustavo Ogarrio De todos los vicios prefiero ese tallo de tempestades que ya es piel de diluvio sin estridencias y con lunares en la espalda a manera de esas minas infalibles de occidente o esa otra garita bárbara con pierna entreabierta y cuya breve liturgia de acercamiento es también un homenaje a los muertos, pero sobre todo a los vivos o esas autopistas de lenguas melancólicas sin gargantas severas que escapan ya de los muros venerables de oriente. Ninguna respiración que se derrumba nos revelará el secreto del más allá y tampoco nos dirá mucho de esa insólita risa nocturna que se va formando cuando las calles se quedan desiertas para abrirle paso a ese monstruo inofensivo que recoge los murmullos desperdiciados del día. De todos los países prefiero ninguno, prefiero la fogata de los que se escapan por los techos de zinc y por los tinacos de aguas podridas en albas atroces con amor de pájaros que ya sin cuerpo agonizan en los puentes que nadie cruza ningún país cuenta las magnolias y las gaviotas apátridas y los ancianos felices y las mujeres esbeltas y los hombres sin escrúpulos y los antílopes dibujados con tinta china por niños que nunca habitarán su pecho o los pétalos de dolor que sus derrotas van dejando en el sueño. Ni la mejor de nuestras heridas ni la peor de nuestras glándulas ni el veneno de nuestras risas después del amor ni el hueso más extraviado o pulverizado en el universo servirán para arrancarle los cuernos de la indolencia a ningún país. La aséptica garganta de todos los países cuelga ya del abismo como una devastada virgen filantrópica. Yo prefiero que no se metan con esta tristeza encapsulada que nos ayuda a cruzar el semáforo o con las alegres melodías que nos preparan para detectar el rumor sagrado de otros cuerpos.