Gustavo Ogarrio Diciembre…el hueco de la fotosíntesis…silencios acumulados en el año en que se terminaron todos los años…muecas del tiempo sin tiempo. Desiertos de luz…arenas de sol quemado… Diciembre del año en que todas y todos morimos…ya viene el más largo de los inviernos...yo también tengo una costilla menos, un fantasma que habita mis palabras murmuradas, yo también tengo un dolor ciego y una luz tenue que insiste en los sueños… Dicen que aquí estaban resguardados los mejores días de la especie. Las noches eran un poco frías y colgadas de lunas que temblaban nimbadas de escarcha; el avance de las horas repetía cada año la manera en que diciembre conquistaba el escándalo de los escaparates, los regalos para el que vendría y la preparación para la llegada del bacalao y de los abrazos. Nacimientos de Jesús como miniaturas familiares sin lección posible para comenzar de nuevo. Rebaños de ovejas serenas, animales momificados en la escena de heno para felicidad de los infantes. También hubo silencios invernales: “Oh voz, única voz: todo el hueco del mar, / todo el hueco del mar no bastaría, / todo el hueco del cielo, / toda la cavidad de la hermosura / no bastaría para contenerte, / y aunque el hombre callara y este mundo se hundiera / oh majestad, tú nunca, / tú nunca cesarías de estar en todas partes, / porque te sobra el tiempo y el ser, única voz, / porque estás y no estás, y casi eres mi Dios, / y casi eres mi padre cuando estoy más oscuro”. (“Al silencio”, Gonzalo Rojas). Y una locomotora de nieve creada por el poeta Walt Whitman: “Con total control sobre ti misma, aferrándote con firmeza a tu vieja vía […] / Tus vibraciones y chirridos retornaron por rocas y colinas / Lanzados sobre las anchas praderas, a través de los lagos. / Hasta los cielos libres, desatada, radiante, poderosa”.