Gustavo Ogarrio A lo doce años, en 1952, Frank Zappa sintió el llamado de los tambores. Todavía no existía el rock and roll. La percusión orquestal se mezcló con la pólvora del rhythm and blues. Si hay algo a lo que se haya enfrentado Frank Zappa con su música y sus posiciones políticas es a lo “prescindible y lo trivial”. Además, desde que comenzó a estudiar percusiones, hay una permanente relación, contradictoria y complementaria, con lo orquestal. Zappa entendía la dirección de orquesta como una de las acciones musicales más fascinantes: “La orquesta es el instrumento supremo, y dirigir una es una sensación increíble. No hay nada parecido […] Dirigir es trazar en la nada unos dibujos”. Pero también podía afirmar: “Ya no escribo ´música sobre papel´. Se me fue el aliciente al tener que tratar con orquestas sinfónicas”. Quizás Zappa simplemente trasladó lo orquestal al ámbito de la música no culta, a una música que no terminaba de integrarse completamente a la música de masas, pero que sorprendía en su combinación con guitarras trepidantes y percusiones jazzísticas o en abierto funk y abanicos creados con trompetas y saxofones, quizás como en el álbum Grand Wazoo (1972) o en el Waka /Jawaka (1972) entre tantos otros: “Eat That Question”. Es probable que una respuesta la encontremos en el álbum triple Joe´s Garage (1979), en la pieza titulada “Watermelon in Easter Hay”: la vieja cochera en la que el joven Frank comenzó a dibujar en su cabeza mezclas sonoras, disonantes, orquestales y operísticas; esa voz interna que lo persigue en un solo de guitarra tan melancólico como memorable, tan autobiográfico como profético: "Joe se metió en un frenesí imaginario durante el desvanecimiento de su canción imaginaria...él sabe que el final está cerca".