Tengo cierta obsesión con la palabra “psicodelia”. Durante muchos años fue para mí de las expresiones más enigmáticas e inaccesibles, incluso incómoda como la lejanía de un deseo que no se reconoce como propio. Cada canción que iba sembrando el tiempo en mi deseo de conciencia psicodélica me recordaban su no contemporaneidad, una incomprensión dada por la simple sucesión de momentos históricos: la poderosa voz de Grace Slick del Jefferson Airplaine, en “White Rabbit” (1967), que retoma en clave alucinante al Conejo Blanco de una “Alicia en el país de las maravillas” conectada a la experiencia con los hongos; Pink Floyd todavía con Syd Barrett y su “Astronomy Dominate” (1967), con un simbolismo inducidamente misterioso y casi inaccesible, que le imprimía una atmósfera de exploración cósmica a la psicodelia, Júpiter y Saturno como emblemas fundacionales del viaje astral transformado en música extremadamente sensorial; la misma “2000 Light Years From Home” (1967), de los Rolling Stones y su comienzo dramático y lumínico por siempre alejado de casa; la guitarra de “Eight Miles High” (1967), con The Byrds, en contra del mundo físico y que eleva la conciencia abrumada y confusa hacia la esencia de los símbolos de ciudades grises. Lo que escuchaba era como un arrullo psíquico prestado, al comienzo difícil de asimilar, pero perturbador y como una promesa que buscaba otorgarle sentido a un pasado inmediato que también sentía como lejano. La psicodelia fue un viaje artístico y sensorial que pertenecía a otra generación, que partía de una heterogeneidad de impresiones que se transformaron en sonidos, en posters de conciertos y en portadas de discos con múltiples colores de alto contraste y con figuras distorsionadas que intentaban captar la experiencia lisérgica, el eco misterioso de una conciencia desconocida y expansiva hasta el infinito.