La experiencia [en Italia] de los últimos cuarenta años dejó claro lo que debió haber sido obvio desde el principio: que una clase gobernante que vive enredada en un patrón de ilegalidad no está en posición de conducir una campaña seria y sostenida contra el crimen organizado. Alexander Stille Bernardo León Me cuesta mucho trabajo pensar que las condiciones sociales determinan a un delincuente. En México más de la mitad de la población se encuentra en una condición de pobreza y evidentemente no por ello se vuelve delincuente, 5 por ciento ha consumido drogas ilegales en el último año y no por eso es delincuente, muchos mas no tienen clases de “zumba” en su colonia, ni un parque cercano, más de la mitad carece de seguridad social y muchísimas calles no tienen alumbrado o pavimento. Para mí (lo digo con humildad) me parece un enorme error criminalizar la pobreza, la falta de oportunidades, el consumo de drogas o las condiciones de infraestructura urbana o de servicios que viven ¾ partes de los mexicanos. Perdón, pero no parece que ahí esté el origen del problema de criminalidad en México. Más bien deberíamos buscarlo donde si puede estar. En 1916 Venustiano Carranza se dirigió al Congreso Constituyente de Querétaro para delinear las principales reformas que – en su opinión – debían hacerse a la Constitución de 1857 para consolidar las demandas que habían provocado el movimiento revolucionario de 1910. En materia de justicia señaló lo siguiente: “El procedimiento criminal en México ha sido hasta hoy, con ligerísimas variantes, exactamente el mismo que dejó implantado la dominación española, sin que se haya llegado a templar en lo más mínimo su dureza, pues esa parte de la legislación mexicana ha quedado enteramente atrasada, sin que nadie se haya preocupado por mejorarla”. Y más adelante afirmaba: “Los jueces mexicanos han sido, durante el período corrido desde la consumación de la independencia hasta hoy, iguales a los jueces de la época colonial: ellos son los encargados de averiguar los delitos y buscar las pruebas, a cuyo efecto siempre se han considerado autorizados a emprender verdaderos asaltos contra los reos, para obligarlos a confesar, lo que sin duda alguna desnaturaliza, las funciones de la judicatura”. Al parecer Carranza no se había percatado que, desde la Constitución de 1824, los jueces necesitaban denuncia, acusación o querella (le llamaban semi prueba plena) para proceder, tampoco que desde La Ley de Jurados Criminales de 1869 (promulgada por Benito Juárez) no podían juzgar y desde los códigos de procedimientos penales de 1880 y 1894 tampoco podían acusar ni juzgar, lo primero lo hacía el Ministerio Público y lo segundo los jurados criminales, que eran ciudadanos. El error de Carranza –quizá– radicaba en que a pesar de que las leyes decían una cosa, los gobiernos, protegidos por la lógica de una dictadura no tenían la necesidad de cumplir la ley y podían cometer todo tipo de arbitrariedades sin que hubiera contrapesos (era una dictadura) que obligara al cumplimiento de la ley y que anulara las actuaciones ilegales de las autoridades. Dicho de otra manera, no existía un pre-requisito democrático sin el cual el sistema de seguridad y justicia no puede funcionar adecuadamente. Los códigos procesales de 1880 y de 1894 no se veían mal, tenían muchas innovaciones e instituciones democráticas como el jurado popular o el ministerio público, sin embargo, la lógica de una dictadura que no estaba limitada por la ley impedía que se hiciera justicia y que no se cometieran arbitrariedades. El Michoacán y el México de hoy necesitan urgentemente una reforma del sistema de justicia, sin embargo, la intención hegemónica de Morena y la abierta violación de las leyes por sus funcionarios nos enfrenta a una disyuntiva: No habrá reforma del sistema de justicia y por tanto seguridad y paz, sin el pre-requisito democrático de gobiernos y funcionarios limitados por la ley.@bernardomariale