Catherine Ettinger Viendo las noticias de las altas temperaturas en el noroeste de Estados Unidos, con ciudades como Portland y Seattle caracterizadas por su clima fresco y lluvioso que obviaba la necesidad de sistemas de enfriamiento, no podía más que reflexionar sobre lo que nos espera en las próximas décadas en que se espera que episodios de intenso calor se incrementarán en todo el mundo. Como dice el refrán: “Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”. Mientras se busquen soluciones a largo plazo o de alta tecnología para enfrentar el calentamiento global, hay algo sencillo e inmediato a nuestro alcance, que podría mitigar los efectos del calor: plantar árboles. Sorprendentemente, se ha mostrado que un grupo de árboles en un área urbana puede bajar la temperatura hasta en 12 grados Celsius. Quiere decir, que si sufriéramos las temperaturas que se presentaron hace unas semanas en el noroeste de Estados Unidos, en lugar de estar a 46 grados en nuestras casas, escuelas, oficinas o negocios, estaríamos a 34. Desde luego, como en todo, hay que saber un poco del asunto: qué especies proveen más sombra, cuáles soportan mejor la vida urbana, qué requerimientos de agua y cuidados tienen, entre otros. También es preciso comprender que implica un planteamiento distinto de ciudad en relación con la movilidad, pues tendríamos que usar el espacio de la calle, por lo menos parcialmente. No es sorprendente que en Morelia la zona más vulnerable al extremo calor son las áreas más densamente pobladas con pavimentos no permeables que no permite que el suelo respire. También notamos que hay grandes diferencias en temperatura entre las periferias, y zonas como la Loma de Santa María, y la parte baja de la ciudad. Se han detectado islas de calor —bolsas de aire caliente que se acumulan en lugares donde hay materiales no absorbentes— en el Centro Histórico. Esto se debe no a las características originales de la zona, sino a los cambios recientes como el techado o pavimentado de patios, la remoción de árboles que sabemos existían en el siglo XIX. Fotografías aéreas de Morelia a principios del siglo XX muestran un equilibrio entre espacios construidos y espacios verdes pues, durante siglos, la ciudad se había conformado en un juego de espacios cerrados y abiertos, de volúmenes bajos con patios centrales que permitían un equilibrio. Los patios de las casas, de los conventos y colegios no eran pavimentados, sino que eran espacios ajardinados, con cítricos y plantas de ornato como la azalea, los helechos y las hortensias; los segundos patios, usualmente de servicio con árboles frutales o de sombra y hierbas y plantas medicinales. Algunas casas conservan este uso tradicional del patio contribuyendo a mantener la población de aves en el centro, aunque hemos visto en las últimas décadas la desaparición de los jardines con la conversión de casonas en hoteles, restaurantes y otros giros comerciales. Podemos comparar la conservación del Conservatorios de las Rosas o del Colegio de San Nicolás en sus patios principales, con la remodelación hecha de Palacio Clavijero en los años setenta del siglo pasado y que eliminó el jardín a favor de la monumental fuente al centro de un patio pavimentado. También en los espacios públicos había más vegetación. Seguramente muchos lectores han visto las fotografías de los años cincuenta, cuando frente a Catedral había un camellón con palmeras. Otras imágenes del pasado, incluyendo litografías del siglo XIX o tarjetas postales de principios del siglo XX nos muestran que varias calles tenían árboles, incluyendo la Avenida Madero, antes la Calle Real. Estos árboles se plantaban en la calle, dejando libre la banqueta para los peatones. La plaza Melchor Ocampo también era jardín, y, aunque conserva árboles, tiene grandes superficies pavimentadas que reflejan el calor. Una de las intervenciones menos afortunadas fue la creación de la Plaza Valladolid como un espacio desprovisto de vegetación. Se estableció tras la demolición de un mercado, así que no podemos decir que se removieron árboles, pero sí sabemos que históricamente este espacio —el atrio de San Francisco— tenía vegetación. Para justificar la obra ante una población acostumbrada a ver en las plazas públicas jardines y fuentes, el arquitecto Manuel González Galván argumentó que en las ciudades españolas las plazas eran espacios pavimentados sin plantas. El argumento tiene una gran falla, pues, por mucho que Valladolid se fundara para una población de españoles, no es una ciudad ni nunca fue una ciudad española, sino novohispana, con características muy distantes a las de las ciudades españolas. Aunque algunas de las intervenciones en las banquetas y los espacios públicos en los últimos años han aportado árboles —como en la calle Nigromante frente al templo de Las Rosas— la mayoría han aumentado las superficies pavimentadas con materiales que reflejan el calor y empeoran las condiciones ambientales de la zona. Ahora observamos que hay doble justificación para pensar futuras intervenciones en el centro y en ellas proponer la presencia de árbol: una desde su naturaleza histórica y otra desde la crisis ambiental actual.