Hugo Nateras Llegué a vivir al norte de la ciudad de Morelia hace más de una década, a raíz de que comencé mis estudios en la licenciatura en Historia de la UMSNH. Durante todos estos años, como en general a lo largo de mi vida, el medio para trasladarme de mi casa a la escuela, primero, o a mis distintos trabajos, después, ha sido el transporte público. Las ventanas de las combis han sido los ojos por medio de los cuales he recorrido y conocido muchas de las calles y zonas de esta ciudad llena de contrastes. Pero al igual que ha pasado en otras urbes de este país, gracias a la voracidad de las inmobiliarias, en Morelia quienes vivimos en la periferia hemos tenido que pasar cada vez más tiempo en el transporte público para llegar a nuestros destinos; yo, por ejemplo, invertía más de una hora para llegar a tiempo a mis clases de la universidad. De modo que uno tiene que idear ciertas estrategias para hacer más ameno el trayecto, como ir escuchando música, ver el celular, leer algo o, de plano, dormirse. Aunque a veces es prácticamente imposible hacer alguna actividad que no sea respirar, pues ir en compañía de más de 30 personas en un espacio tan pequeño es una tarea difícil. Así, en uno de tantos viajes a la universidad recuerdo que, entre un bache y otro, en el trayecto en una combi medio vacía a la altura del Tecnológico de Morelia, estaba yo pegado a una de las ventanas traseras, con la mirada fija en el desfile de casas, negocios, perros callejeros y personas que íbamos dejando atrás. De pronto, un pasajero tocó varias veces el timbre para indicarle al chofer que había llegado a su destino, y cuando éste último detuvo la unidad quedó frente a mí la fachada de una escuela primaria. A primera vista la imagen no tenía nada de extraño, de un lado los clásicos puestos ofertando varios productos y del otro las decenas de estudiantes con sus uniformes, pero instantes después reparé en el nombre que estaba inscrito en un muro a lado de la puerta de entrada, unas letras oscuras que decían “Gustavo Díaz Ordaz”. A mí realmente me causó mucha sorpresa ver eso ahí, pues además de que para ese momento era un estudiante de Historia que más o menos conocía el pasado reciente del país, toda mi vida había asistido a escuelas públicas y nunca me había tocado conocer alguna que tuviera ese nombre. A lo largo de todo este tiempo lo comenté indignado con algunos colegas, unos me secundaron, otros no les pareció relevante. Al fin y al cabo, era “sólo el nombre de una escuela”, decían. Además de que notaba la existencia en el ambiente de una cierta visión del pasado según la cual éste ya es algo terminado, definido de una vez y para siempre, es decir, que el pasado no se puede cambiar y más vale dejar las cosas como están. Nada más alejado de la realidad, contrario aquella idea, pienso que el sentido o las interpretaciones que hacemos del pasado siempre se van transformando, ya que son realizadas desde el presente por grupos o agentes sociales insertos en escenarios de lucha y confrontación en las que se ponen en juego interpretaciones, sentidos u olvidos. Y la ciudad misma es un ejemplo del modo en que nos relacionamos con el pasado, pues la historia no es sólo la antigüedad de las piedras con las que están hechos los edificios del Centro Histórico, sino la interpretación que se hace de ésta y la manera en que se materializa en ciertos lugares de memoria, como pueden ser las calles, plazas públicas, hospitales, parques y, desde luego, las escuelas. Por lo que ponerle a una escuela el nombre de Gustavo Díaz Ordaz no ha sido un acto inocente de las instituciones, ya que tiene tras de sí toda una política de la memoria que ha buscado apuntalar algunos olvidos y conmemorar mediante ciertas narrativas a personajes infames para la vida pública del México contemporáneo. Una de ellas, precisamente, ha sido la de borrar las huellas de la violencia ejercida por el Estado mexicano en las décadas que van de 1960 a 1980 y considerar que el país vivió un caso excepcional al quedar al margen de los regímenes autoritarios y dictatoriales que azotaron a América Latina. No resulta casual, entonces, que existan en todo el país cerca de 200 instituciones de educación que lleven el nombre del presidente responsable de la masacre estudiantil de 1968, 72 que honren a Luis Echeverría, 129 a José López Portillo y 8 al policía Fernando Gutiérrez Barrios, oscuro personaje que operó desde los sótanos de la Dirección Federal de Seguridad, por mencionar sólo unos ejemplos. La imposición de esta narrativa por parte de los gobiernos priistas y panistas en turno, visible en esos lugares de la memoria dentro de la ciudad, ha cerrado la posibilidad de un debate amplio y democrático, como los que se han dado en América Latina y España tras el fin de las dictaduras. Lugares en donde las luchas por las memorias excluidas, de las víctimas de la violencia política, han sido entendidas como parte de las políticas que buscan hacer justicia en un sentido profundo. Y que han posibilitado diversas acciones, oficiales y no oficiales, entre las que se encuentran la construcción de memoriales, comisiones de la verdad, proyectos de investigación, museos y cambio de nombres a espacios públicos y escuelas que llevaban los de personajes que cometieron crímenes de lesa humanidad, entre muchas otras. Pues no hay que olvidar que las ciudades son entes vivos, que las transformamos de acuerdo con las necesidades y deseos del presente, y que hoy más que nunca necesitamos de espacios que no celebren la intolerancia, la represión, la violencia y la injusticia. colecciudad@gmail.com