Rosana Flores Wence Cuando cursaba el bachillerato hubo un repunte de violencia alrededor de mi zona escolar, hasta nosotras llegaron las noticias de algunos casos de violación, asaltos a mano armada, intentos de secuestro y acoso sexual en las calles. Todos estos delitos se perpetraron contra jóvenes mujeres caminando las calles. Preocupados, docentes, padres y madres de familia, llevaron a la escuela cursos impartidos por protección civil para enseñarnos cómo defendernos y prevenir situaciones que podrían ponernos en riesgo. Aún recuerdo algunas de las medidas aconsejadas: trata de moverte en grupo; evita caminar por calles oscuras y solas; es mejor caminar debajo de la acera, en caso de que alguien quiera secuestrarte desde alguna casa; si ves un grupo de hombres acercándose lo mejor es cruzar la calle. Lleva tus llaves entre tus dedos, pueden servirte para defenderte; evita subir a puentes peatonales, puedes ser víctima de alguna agresión ahí arriba… El curso estaba bien intencionado y venía de una preocupación legítima, sin embargo, no se reflexionó sobre el problema de fondo, pues nunca olvidaré el último consejo al que le dieron mayor énfasis: el lugar más seguro para las muchachas es su casa. ¡Literalmente nos estaban diciendo que las mujeres estábamos mejor en casa! De momento no me pareció llamativa la indicación, toda mi crianza me habían repetido que las niñas “de bien” eran las niñas de casa. Es decir, las mujeres no teníamos que estar en el espacio público, puesto que “allá afuera” es el lugar de los hombres, y el de las mujeres es “adentro”, en el espacio doméstico. El consejo que nos daban, además de ser discriminatorio era impreciso, pues bien sabemos que el miedo y la seguridad tienen referentes y significados de género distintos. A las mujeres se nos ha socializado para temer al espacio público, a la noche y a los extraños, pese a que sufrimos mucha más violencia en los espacios domésticos. A pesar de que el discurso hegemónico promueve la idea de que el lugar de las mujeres es su casa, la realidad es que siempre hemos trabajado fuera del ámbito privado, aunque esto sea sistemáticamente invisibilizado. Las mujeres siempre hemos estado presentes en los espacios públicos de las ciudades comprando y vendiendo mercancías, caminando por las calles para ir a trabajar, llevando a los niños a la escuela y participando en celebraciones religiosas y civiles. No obstante, no nos sentimos seguras, ni sentimos la confianza suficiente para apropiarnos del espacio público. Es importante reflexionar sobre esta percepción de la inseguridad en las calles. Las mujeres tenemos miedo de la violencia sexual, y en consecuencia adaptamos y limitamos nuestra vida cotidiana por el temor a ella. Incluir la percepción de inseguridad permite tomar conciencia de cómo el miedo limita la libertad y la movilidad de las mujeres, además de que reduce el sentimiento de pertenencia y, por lo tanto, produce una menor participación activa de nosotras y se limite nuestro derecho a la ciudad. De ahí que propongamos el ejercicio de pensar y trabajar la percepción de seguridad en la ciudad desde una perspectiva de género con el cuidado de no perpetuar una representación de las mujeres como sujetos vulnerables, ni estigmatizar comunidades y barrios. Debemos pensar cuáles son los elementos en las calles que provocan esa percepción y cómo pueden solucionarse para que sean aptas para todes. Así mismo, consideramos que los programas de abordaje del crimen son muy limitados, porque solo responden a lo que cada ciudad tipifica por ley, y prohíbe o castiga, pero no frena los tipos de violencia machista que en muchos contextos no están penalizados. Un ejemplo de cómo podemos organizarnos lo encontramos en el Consejo de Mujeres Montralesas,creado en la década de 1990 con el propósito de trabajar en políticas urbanas para que la ciudad tuviera en cuenta el cuidado a las mujeres y así mejorar la vida cotidiana en las calles. Como parte de sus iniciativas emprendieron marchas exploratorias por diferentes barrios de la ciudad con la tarea de ubicar zonas de riesgo y eliminarlas. A partir de su iniciativa surgieron seis principios básicos para construir entornos seguros para las mujeres que nos gustaría retomar. El espacio público debe tener un diseño visible para que permita visualizar los elementos y personas que hay en el entorno y localizar posibles salidas en una situación de riesgo. Un ejemplo de entornos visibles son las calles iluminadas, sin rincones oscuros y con edificios con actividad en las plantas bajas. Promovieron un espacio vigilado que responda a la acción de “cuidar” y no vigilar de forma autoritaria; el mejor ejemplo lo podemos encontrar en una zona escolar en donde una red de comercios sirve de acompañamiento para niñas y niños. La tercera recomendación es que el espacio público debe de estar señalizadopara que ayude a comprender la ciudad y su estructura, y así orientarse fácilmente con una iconografía no sexista y diversa. Recomendaron el equipar la ciudad con infraestructuras que apoyen las actividades de la vida cotidiana a una distancia y tiempo accesibles. Estas características incluyen árboles, bancos de descanso y sociabilización, zonas de juego y recreación para todas las edades de la población. La quinta característica, Vital, promueve que el espacio público promueva la presencia de personas y la diversidad de actividades que combinen lo comercial, residencial y administrativo con un público aceptable y amplios espacios peatonales. Finalmente, el comunitario para favorecer la apropiación y el sentimiento de pertenencia, así como para transmitir la sensación de seguridad que tanto necesitamos. colecciudad@gmail.com