Columna invitada | La noche antes de la pasión, del duelo y de la gloria

Quizás has escuchado hablar sobre el Triduum Pascual; el Triduum o Triduo Pascual es la que podríamos llamar la celebración más corta del año eclesiástico, pero también la más importante para la fe cristiana.

Pastor Julio Loreto

Quizás has escuchado hablar sobre el Triduum Pascual; el Triduum o Triduo Pascual es la que podríamos llamar la celebración más corta del año eclesiástico, pero también la más importante para la fe cristiana. Tres días que recordamos cada año; triduo significa “tres días”, en los cuales el pueblo cristiano recuerda la obra redentora de nuestro Salvador Jesucristo.

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Al considerar la conmemoración de estos tres días, no puedo dejar de considerar las noches que antecedieron a la pasión del Viernes Santo, el duelo después de la muerte de Cristo y la gloria del Domingo de Resurrección.

Son tres noches que nos hacen la invitación a la reflexión, al asombro y a la gratitud. Las noches en las que Cristo, con su entrega, nos mostró el verdadero significado del sacrificio, el abandono y la victoria final; esos días con sus noches cambiaron para siempre el destino de la humanidad sellándolo con el amor de Dios.

La primera noche la recordamos por una cena y por su entrega.

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Las palabras de Jesucristo son recordadas muchas veces en el año, pero sobre todo el Jueves Santo toman renovada importancia, especialmente cuando contemplamos nuestras muchas necesidades y dificultades por las que atraviesa la humanidad y que vivimos día a día en medio de nuestras comunidades. Tomad, comed; esto es mi cuerpo… Bebed de ella todos, porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados.” (San Mateo 26:26-28)

En la noche del Jueves Santo volvemos al aposento alto, nos colocamos frente a una mesa, en la compañía de Jesús y sus discípulos. En ese momento estaban en una cena entre amigos, entre seres amados, una cena especial, la última de nuestro Señor y la primera de muchas para el pueblo de Dios. Jesús está dejando un regalo, un recuerdo y una institución que sus seguidores deberán celebrar en memoria de Él.

La intimidad de la ocasión es contrastada por el terrible acto de la traición que tomará lugar entre los miembros de la compañía de Jesús. Uno de sus discípulos le traicionará, otro le negará y todos le abandonarán; sin embargo, Jesús está en medio de ellos, amándolos, sirviéndoles, lavándoles los pies y entregando su cuerpo y su sangre por ellos. En ese momento no lo entenderían, la revelación vendría posteriormente.

Más tarde, en el huerto de Getsemaní, esa mima noche se volvió una angustiosa anticipación de la muerte. Jesús, postrado en tierra, sudando grandes gotas de sangre, oró: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (San Mateo 26:39). Pero la voluntad del hijo se alineo a la del Padre, con ese “sí” al plan divino, aceptó la carga que solo Él podía llevar por nosotros.

A la suplica le siguieron, la traición, el arresto, un apresurado juicio con falsos testigos y después de eso la terrible espera acompañada del maltrato de los guardias.

La mañana siguiente (viernes) continuaron las acusaciones, esta vez frente a Poncio Pilato, frente a Herodes, este último le devolvió a Pilato y finalmente llegó la condena. Muerte por crucifixión.

Jesús fue llevado al monte llamado Gólgota que se traduce como “Calavera”. Qué nombre más apropiado para un lugar de ejecución. Quizás el día más oscuro del mundo, quizás por eso los cielos se oscurecieron y el mismo Padre Celestial le dio la espalda a tal espectáculo; Jesucristo, el unigénito hijo de Dios, sintió ese abandono, para que nosotros fuéramos recibidos por su sacrificio, con brazos abiertos a una nueva comunión con Dios.

La segunda noche la recordamos por el duelo y la desesperanza.

Las palabras de Consumado es. (San Juan 19:30) probablemente resonaban en los oídos de sus discípulos, ¿Todo está terminado, todo se acabó? ¿Qué ha sido de todo lo que el maestro les enseñó? ¿Qué hay con todo lo que se dijo? Las palabras “El reino de los cielos se ha acercado” (San Mateo 4:17) les parecieron muy distantes ese sábado por la noche, en medio del luto.

Es la noche del duelo, del lamento, la noche de ese Viernes Santo fue testigo del dolor más profundo que el cielo y la tierra hayan podido atravesar. Jesús, su maestro, su amigo, había sido azotado, humillado y coronado de espinas, caminó con la cruz sobre sus hombros, fue dado por muerto y sepultado.

Sin embargo, desde la cruz, su mirada no fue de reproche, sino de amor. Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (San Lucas 23:34). ¿Cómo no estremecerse ante esas palabras? Aun en su agonía, pensó en ellos y por supuesto, también en nosotros.

El sol se ocultó, la tierra tembló, y el velo del templo se rasgó cuando entregó su último aliento. La noche del viernes, la desesperanza cubrió a sus seguidores; todo parecía perdido. Tal vez la noche más oscura de su alma, el lamento y las lágrimas no eran suficientes para expresar el dolor de la pérdida.

En esta vida, todos nosotros atravesamos por muchos y diversos duelos, sufrimos toda clase de pérdidas, quizás incluso en este momento estás atravesando por un luto, la tristeza no te es ajena. El rey Salomón decía en el libro de proverbios que hay tiempo para todo debajo del Sol.

“Todo tiene su momento oportuno; hay tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo: tiempo para nacer y tiempo para morir; tiempo para plantar y tiempo para cosechar; tiempo para matar y tiempo para sanar; tiempo para destruir y tiempo para construir; tiempo para llorar y tiempo para reír; tiempo para estar de luto y tiempo para bailar; tiempo para esparcir piedras y tiempo para recogerla; tiempo para abrazarse y tiempo para apartarse; tiempo para buscar y tiempo para perder; tiempo para guardar y tiempo para desechar; tiempo para rasgar y tiempo para coser; tiempo para callar y tiempo para hablar; tiempo para amar y tiempo para odiar; tiempo para la guerra y tiempo para la paz”. (Proverbios 3:1-8)

Dios conoce nuestros tiempos, sabe de nuestras temporadas, Él entiende por los que estamos atravesando y en su inmensa sabiduría, decretó un día para llevar todo nuestro sufrimiento, nuestro quebranto, nuestra soledad y nuestro dolor a la cruz y a la tumba. Ahora, en Él encontramos la compañía, la paz y el consuelo que necesitamos. Jesús se quedó solo para que nosotros no volvamos a sentirnos solos jamás.

La tercera noche la recordamos por la espera antes de la gloria.

Dice la escritura: Y ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia.” (San Mateo 27:66) Los fariseos quisieron asegurarse de que todo había terminado, que la voz del Nazareno había sido silenciada, que los rumores de un nuevo reino y la amenazada a su querido templo habían acabado.

El Sábado Santo fue la noche del silencio, antesala de la gloria, pero de esto solo el Padre lo sabía. Para los discípulos, la esperanza parecía enterrada, la tristeza les murmuraba que el nuevo reino jamás llegaría. Los amigos del maestro se escondieron, temerosos y desconcertados, quizás esperando que todo se calmara para después huir de Jerusalén; probablemente pensando que lo mejor sería darle la espalda a todo, volver a sus vidas pasadas y a lo que ya conocían. Pero, ¿Cómo olvidarlo todo? Sería como decirle a alguien que olvide el Sol después de perder la vista.

Pero en ese silencio, algo grandioso el Padre preparaba. El último enemigo, la muerte, parecía haber vencido, pero estaba a punto de ser derrotada para siempre.

La mañana del Domingo una declaración rompió el silencio: “No está aquí, pues ha resucitado…” (San Mateo 28:6)

Alguna vez escuché a alguien decir que no pongas “punto final”, cuando para Dios solo es un “punto y aparte”. Quizás hoy necesitamos recordar que Dios puede cambiar el final de nuestra propia historia.

Si el libro de Lamentaciones dice que cada mañana es nueva su misericordia, (Lamentaciones 3:22, 23) esa mañana llegó con la misericordia más grande para toda la humanidad.

Recordamos esas noches con gratitud, con asombro, con devoción, pero también con esperanza. Gratitud porque Jesús no solo murió por nosotros, sino que resucitó, asegurándonos la victoria sobre el pecado y la muerte, trayendo para sus hijos una vida nueva y abundante.

Nuestras noches también necesitan la luz de Sus mañanas.

También nosotros atravesamos noches muy oscuras, noches que anteceden días malos y días buenos. Quizás necesitas de sus misericordias para esta mañana, para este día o para esta semana; si tus noches han sido difíciles últimamente, hoy necesitas recordar esas noches que Jesús paso en absoluta soledad; para que con todo tu corazón te encomiendes al que puede romper el silencio de la angustia, la incertidumbre, el duelo y el lamento con un gloriosos amanecer.

Necesitamos correr al que puede levantar el alba sobre nosotros y recordar las palabras del profeta Malaquías: “Sin embargo, para ustedes que temen mi nombre, se levantará el Sol de Justicia con sanidad en sus alas. Saldrán libres, saltando de alegría como becerros sueltos en medio de los pastos.” (Malaquías 4:2)

Y las palabras del apóstol San Pablo en su epístola a los romanos, “La noche está muy avanzada y ya se acerca el día. Por eso, dejemos a un lado las obras de la oscuridad y pongámonos la armadura de la luz. Vivamos decentemente, como a la luz del día, no en orgías y borracheras, ni en inmoralidad sexual y libertinaje, ni en desacuerdos y envidias. Más bien, revístanse ustedes del Señor Jesucristo y no se preocupen por satisfacer los deseos de la carne.” (Romanos 13:12-14)

Vestirse de Jesucristo es vestirse de rectitud, de virtud y de un corazón que ama a Dios y se complace en hacer su voluntad. Cuando nos vestimos de luz, Dios cambia nuestro lamento en una canción de gozo y de esperanza.

En palabras del salmista: “Convertiste mi lamento en danza; me quitaste la ropa de luto y me vestiste de alegría, para que te cante y te glorifique y no me quede callado. ¡Señor mi Dios, siempre te daré gracias!” (Salmos 30:11 y 12).