La escuela que conocí y la que anhelo

La Voz de Michoacán. Las últimas noticias, hoy.

La Voz de Michoacán. Las últimas noticias, hoy.

Horacio Erik Avilés Martínez

 

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Desde 2009, desde Mexicanos Primero he defendido el derecho a aprender de los michoacanos. Ingresé al debate educativo michoacano y a la fecha he escrito centenares de artículos y opinado miles de veces acerca de la política educativa estatal, denunciando malas prácticas y actos de corrupción, mostrando el estado imperante de la educación michoacana con indicadores y proponiendo agenda pública para la transformación educativa.

Esta es la primera ocasión que escribo en primera persona y me lo permito porque considero que este es un momento clave en la historia de la educación michoacana, en el que es preciso dimensionar el camino recorrido y ligarlo con los pasos que se darán en lo sucesivo. Es decir, es el instante de explicar mi contexto y el de la escuela que conocí, la que defiendo y a la que aspiro. Es, asimismo, el tiempo preciso para que todos los michoacanos hagamos tal ejercicio para ponderar debidamente el invaluable legado que en identidad, formación y aspiraciones hemos recibido todos directa o indirectamente de la escuela pública.

Les comento que mis abuelas nunca pisaron una escuela; sin embargo, supieron criar a mis padres de tal forma que encontraron su vocación en la docencia. Ambos, en su momento, fueron maestros rurales y conocieron las escuelas “de palitos”, de las cuales hablaban con tanta naturalidad durante mi infancia que jamás les tuve miedo, sino que al contrario, ante mis ojos parecía un ideal para un recién egresado de las escuelas normales iniciar la carrera profesional en una escuela de este tipo, desafiando toda suerte de obstáculos para ser garantes del Artículo Tercero en su comunidad.

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Conocí, desde el preescolar, la emoción que sienten los maestros en el pecho al poder transmitir conocimientos. Aprendí a los cuatro o cinco años, que educar era un súper poder y que, al igual que mis padres, yo también lo poseía y lo podía desarrollar.

A mi abuelo materno no lo conocí. Falleció mucho antes que yo naciera. A mi abuelo paterno, Horacio, en cambio, lo traté muy cercana y entrañablemente. Vivimos juntos más de una década. Él me  enseñó a leer y a escribir, a edad tan temprana que mi memoria no registra un solo recuerdo en el que yo aún fuese analfabeta. Aprendí a hacer las operaciones básicas con él, con mis padres y mis tíos comerciantes.

Mi abuelo me platicó tardes enteras, con el pecho henchido de  orgullo, de su padre Uriel Avilés Maya, diputado constituyente,  de quien tres décadas más tarde me enteré que se sumó de lleno al garantismo del Artículo Tercero y quien hace un siglo hablaba ya de la importancia del desarrollo local y de fortalecer el municipalismo desde la Carta Magna.

En mi hogar y con mi familia, de Historia, Geografía, Economía, y ciencias aprendí mucho. A la fecha, mi padre lee el periódico a diario, además de revistas y libros sobre política y economía. Por ejemplo, puedo decir que, desde 1981 a la fecha he leído cuanto ejemplar de La Voz de Michoacán ha caído en mis manos.

Mis padres viven muy al norte de la ciudad, en lo que era el último fraccionamiento de interés social de la mancha urbana. A raíz del terremoto de 1985 dejó de serlo. Con velocidad pasmosa, se habitaron los otrora campos ejidales y se construyeron caseríos. Pronto, compartí mesabanco con niños que emigraron de la Ciudad de México. Entablé amistad con ellos y conocí muy de cerca la pobreza urbana. Por primera vez, visité una casa sin un solo libro dentro. Supe lo que era recibir a los compañeros de equipo en mi casa porque en las demás no había ni dónde sentarse a preparar una exposición para el día siguiente.

Aunado a lo anterior, la primera aula precaria que pisé fue acompañando a mi madre a impartir clases por la tarde, al salir de mi escuela primaria. Ahí conocí a alumnos suyos, con cuatro o cinco años de extrañedad y con competencias por debajo de lo esperado para el grado de estudio que cursaban.  Me sorprendía de su ignorancia a pesar de la edad. Me explicaron mis padres que la razón de la diferencia entre su aprovechamiento y el mío se fundamentaba en que sus condiciones económicas, su entorno familiar y socioemocional eran muy diferentes a lo que yo estaba acostumbrado.

En el ciclo escolar 1986-1987, mi maestra de cuarto de primaria pidió incapacidad, por lo que estuvimos encargados los estudiantes con la subdirectora. Nos volvimos expertos en las series, sucesiones, transcripciones y resúmenes; campeones de la plana y de la letanía. Ante tal situación, fue entonces donde la Mtra. Elisa dio el golpe en la mesa: la abuela de una compañera, maestra recién jubilada, levantó la mano y decidió impartirnos clases ella misma por las tardes. Hasta el bachillerato me volví a topar con aquel nivel de exigencia. Las tardes de aquellos cuatro meses aprendí lo de al menos dos años de primaria: fracciones impropias, raíz cuadrada, lectura de rapidez y de comprensión, etcétera. Ante el ejemplo y experiencia de tan monumental maestra, que daba clases sin cobrar un centavo a cambio y mucho mejor que cuanta maestra había tenido hasta entonces, adquirí competencias insospechadas y tomé la escuela mucho más en serio a partir de ello.

Paralelamente, conocí los movimientos magisteriales en primera persona. Supe por qué luchaban los maestros. Marché de la mano de mi padre y de mi hermano menor cantando el himno de Vanguardia Revolucionaria, cuando éste ilusionaba a los docentes con ser un movimiento progresista. Años después, comí solo en casa lo que pude comprar o preparar cuando mi madre estuvo ausente de la casa durante varios días, por encontrarse en el Centro de Convenciones en guardia permanente para evitar que los repulsivos y mafiosos “charros” tomasen el poder sindical nuevamente. De aquel entonces, conservo la aversión por comer pollo rostizado.

En contrapunto, conocí los aguinaldos magisteriales en las visitas que los Reyes Magos hacían a la casa. A finales de la primaria conocí la cooperativa escolar y aprendí a invertir en ella doble monto para poder comprar a fin de año algunos libros de mi entera elección.

En educación media básica y superior, conocí la excelencia y la reprobación, supe la responsabilidad y orgullo de representar a Morelia, a Michoacán y a México en concursos nacionales e internacionales; pero probé la dura lección que entraña presentar un examen extraordinario. Viví la delgada distancia que separa a un alumno de excelencia de un estudiante reprobado, cuando hay poca motivación, pérdida de sentido y poca disciplina.

Han pasado los años y me he dado cuenta de que no soy una persona extraordinaria, sino que tuve mentores extraordinarios, en mi casa, en mi familia, en el barrio y en suma, en la escuela pública. Sé como nunca que tuve grandes oportunidades, porque hubo decenas de maestros que además de impartir clases me adoptaron como su hijo y me ayudaron a dar los saltos que jamás hubiera siquiera soñado dar, sin pedir nada a cambio. Así concluí una ingeniería en el ITM, con un llamado a mi conciencia por parte del Dr. Juan Delgado, QEPD, con mi padre al lado;  así como una maestría y un doctorado en la UMSNH, con el invaluable mentoraje de investigadores como el Dr. Pablo Chauca o el Dr. Joel Bonales.

Más adelante, conocí la escuela privada, como docente a nivel licenciatura, maestría y doctorado; en ella noté la enorme diferencia de recursos, contextos y actitudes, pero jamás una diferencia de derechos ni de capacidades entre los estudiantes de diferentes modalidades de sostenimiento. En la escuela pública tuve la oportunidad, como docente de asignatura, de aprender junto con grupos de sobre Sociología, Planeación y Evaluación Educativa y Desarrollo Comunitario a nivel licenciatura en el IMCED.

Mi historia no termina aquí. A la fecha me considero estudiante y aprendiz. Justo el día de hoy, me he matriculado en modalidad semiescolarizada en la Escuela Normal Superior de Michoacán, en un curso propedéutico. Puedo decir, finalmente, con mucho orgullo, que después de mucho caminar, me he convertido formalmente en estudiante normalista. Como mis padres.

Con todo lo anteriormente recorrido y experimentado, considero que soy un ciudadano que puede decir desde su circunstancia, cual es la escuela que anhela y la que le gustaría que sus hijos vivieran. Soy padre de cuatro hijos, todos los cuales cursaron educación inicial y preescolar en escuela pública.

Lamentablemente, muchos hijos de los michoacanos no cuentan hoy ni siquiera con un pupitre digno donde apoyar el brazo para escribir. Por ello, ante el costo de oportunidad que entrañaría colocar a mis hijos en una escuela pública de calidad, pero saturada de matrícula y de peticiones de ingreso, he optado por pagar sus estudios, tal como miles de padres de familia lo hacen en la entidad que más crece en cuanto a educación privada. Espero, al igual que muchos padres de familia, que algún día mis hijos regresen del exilio educativo al que los sometió inopinadamente su padre y puedan reincorporarse a la escuela pública. Pero sin quitarle el lugar a nadie, porque el gobierno les garantizará su lugar a todos, para que logren trazar a través de la misma su carrera de vida, con la dignidad y alcances que sus propios méritos académicos se los permitan.

En suma, nadie me cuenta lo que es la escuela pública, ni la gigantesca importancia que tiene en la formación integral de cada ser humano. Yo la viví, la estudio, la sigo viviendo y pretendo legarla. Está en mi sangre, en mi color de piel y en mi idiosincrasia. Mi esperanza en que la educación michoacana se transformará es profunda, genuina y hasta genética.

Espero comprendan ahora por qué semana a semana, escribo en este espacio cual rotomartillo contra muros de concreto.  Espero comprendan que en muchas ocasiones se eleva el tono de la exigencia en esta columna. Es porque hablo por convicción y con sentido de urgencia: por mi bisabuelo, por mis abuelos, por mis padres, como hijo de la escuela pública, como estudiante, como padre de familia y como activista ciudadano.

Sé que mi historia es ordinaria, pero también tengo la certidumbre total de que cada michoacano tiene una historia por narrar al respecto. Sin duda, serán mucho mejor escritas, más cautivantes y seductoras. La mía no es una historia de superación personal, ni de movilidad social ni de la génesis de un rockstar; es la narrativa predecible de la vida de alguien que contó siempre con la escuela pública desde antes de nacer y a la fecha la defiende.

Por todo lo anterior, en el contexto de este complejo 2018, yo te invito michoacano, a que  te permitas transformar tu vida con la educación y que permitas ver desenvolver  y dejar brillar los mejores matices de tu ser. Asimismo, a que permitas levantando la voz que por fin cierren las heridas abiertas del sistema educativo. A que vivas tu propia educación, en lo formal y en lo informal y exijas la misma para todos sin discriminación ni acotación alguna.

Te invito a que veas con admiración y respeto a los maestros; a que ayudes y colabores en la educación de todos los estudiantes a tu alrededor, dentro y fuera del aula. A que contribuyas con la dignificación y mejora a las escuelas michoacanas. A que preserves, leas y compartas los libros, porque construyen almas y forjan conciencias. A que dediques tu vida con vehemencia a esculpirte y a contribuir con denuedo para que la educación suceda en cada ser humano.

Este 2018, escribamos nuestra propia historia desde la escuela, hagamos la diferencia y juntos construyamos la escuela que queremos. Construyamos hoy la sociedad-escuela que merecemos.

Sus comentarios son bienvenidos en eaviles@mexicanosprimero.org y en Twitter en @Erik_Aviles