JORGE OROZCO FLORES El Congreso mexicano es un terreno erosionado por un factor negativo que arrastra desde hace décadas. En las formas, en cada una de las dos cámaras se establecen diversas comisiones que abarcan todas las actividades de los tres poderes de la Unión. Son comisiones que tienen nombres identificables con sus funciones legales, vigilar los presupuestos, de política exterior, de política interior, de educación, de salud, de la integridad del territorio nacional. Hay tantas comisiones como necesidades tiene la Nación de no dejar terrenos de control baldíos. Sin embargo, hay un lastre priista que hay que erradicar con urgencia, tan pronto y posible sea como probable en las elecciones de junio del año que entra. Hasta la actual Legislatura federal, se ha seguido la “tradición” que cuando el presidente en turno irrumpe en conflicto con la Constitución, los legisladores han estado dispuestos a cambiarla, en lugar de poner freno a los abusos presidenciales. Hay iniciativas legales que pegan y otras que no. Pero la tendencia es la misma, ante el conflicto de algunos funcionarios con la ley, se cambia la ley. ¿En qué ejemplo podemos pensar? En el caso de que un servidor público sea encontrado en falta porque su tesis de licenciatura es señalada como producto de un plagio, que debería traer como consecuencia una investigación objetiva e independiente, que, de resultar comprobado el robo intelectual, debería acarrear la pérdida del nombramiento. Hay una fallida iniciativa de ley que ilustra perfectamente la erosión del Poder Legislativo. Aunque no pasó, se comprende con serenidad de juicio que los diputados están dispuestos a cambiar la ley si perjudica a alguien de los suyos. La propuesta fue que el plagio prescribiera en cinco años. Instalados los legisladores en esos usos y costumbres priistas, se vuelven todo terreno para pavimentar cualquier abuso del poder. Los nuevos miembros de las cámaras de Senadores y Diputados que sean electos el año próximo, han de llegar con libertad de criterio, con un auténtico compromiso de cumplir y hacer cumplir la ley, tanto como también negarse a modificar la legislación a la medida de los intereses de camarillas. Nuevos senadores y senadoras y representantes populares llegarán a los escaños y las curules, pero tienen que pasar la aduana de las urnas, comprometiéndose a no plegarse a los intereses transitorios de sus afines. Si la ley dice que sí, ha de ser sí; si dice que no, ha de ser no. Al final, los servidores públicos que no sirvan a los gobernados no obtendrán prebendas y el Estado gana en prestigio de respetar las normas previamente promulgadas. Hay que sacudirse de una vez y para siempre la vetusta práctica priista de no cambiar ni una coma a las iniciativas presidenciales. Aunque el presidente se queje de que no lo dejan trabajar, los legisladores estarían en el deber de recordarle qué es la política, que son conflictos resueltos en conflictos. Lo demás son charlas de café. Si la presidenta es Claudia Sheinbaum, criada en un ambiente de alta cultura, una vez que ejerciera sus funciones habría que pararla desde el primer momento que pretendiera personalizar los programas sociales. Por ahora los gobernados le “disculpan” que se promueva a la Presidencia de la República, en el proceso interno de Morena, con mensajes de lo que hizo en la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México. Es un reclamo electoral en donde veladamente pide el agradecimiento de los gobernados por “otorgar” becas a los descendientes en edad escolar de los capitalinos. En un momento de nuestra historia tiene que llegar el cambio, en dejar claro a los políticos que no es de recibo el reclamo de “dar las gracias” porque un servidor público haga su trabajo. “Gracias, señor presidente” ha sido una frase que por décadas en México ha consumido ríos de pintura en mantas para mítines en el Zócalo para “agradecer” al señor presidente en turno cualquier cumplimiento de una meta o un objetivo de interés general. Nada que agradecer. Necesitamos un México moderno, sin tutelas políticas. Menos hay que agradecer obras que no se sabe quiénes pidieron ni para qué se hicieron, si no existe una necesidad clara e inobjetable, que no dañe el medio ambiente natural. Hay en la rama de las obras públicas muchos pendientes como para abrir más el gasto público en obras discutibles. El Tren Maya es una obra discutible en muchos aspectos, el 26 de julio con Carmen Aristegui se dio a conocer la resolución del Tribunal Internacional de los Derechos de la Naturaleza que concluyó que el Estado mexicano cometió el crimen de ecocidio y etnocidio en esa obra pública. ¿Qué hay que hacer en materia de infraestructura? Innovar es la respuesta. Se han perdido cinco años de la presente administración para cumplir con un deber, echar a andar nuevas formas de hacer obra pública. Si bien es positivo generar infraestructura, no es que sea “otorgada” al pueblo para que éste se muestre agradecido, aplauda y diga en gigantescas mantas en el Zócalo capitalino: “Gracias, señor Presidente”. Las partidas presupuestales no son para dar, son para hacer. Hay que reducir las muertes en carreteras con un ambicioso programa de corrección de vueltas izquierdas en avenidas, distribuidores viales, caminos, carreteras y autopistas. El sexenio siguiente debe ser el comienzo de una política carretera novedosa: además, hay que empezar a iluminar los cruces de automotores más peligrosos de los caminos de México. Hay que reducir accidentes mortales. Hay que iluminar la infraestructura. Al final, sin dar las gracias. Si la presidenta es Xóchitl Gálvez, criada en un ambiente hostil y de pobreza, habría que exigirle desde el primer día de su mandato que eche a andar un programa hormiga: infraestructura de albergues para mujeres violentadas, comedores para la gente con problemas de llevarse un pan a la boca, para dispensarios comunales, suficientes y oportunos. Y en lo internacional: que reinicie la construcción del aeropuerto de Texcoco. Sin el modo priista de decir: “Gracias, señora Presidenta”.