Leopoldo González El presidente Andrés López, el canciller Marcelo Ebrard y ciertos diplomáticos mexicanos, entre ellos Hermilo López Bassols, andan que no los enfría ni el invierno de estos días -muy emocionados y a punto de la euforia- por las calenturas de índole ideológica que revivió en ellos “la enérgica negativa (de México) a firmar la Declaración del Grupo de Lima”, el pasado 4 de enero, que pone en tela de juicio la legalidad de la más reciente elección presidencial en Venezuela y desconoce la legitimidad del nuevo mandato de Nicolás Maduro. Engolosinado con casi todo lo que signifique retroceso, el actual equipo de gobierno alienta los inmovilismos de un tiempo momificado y lleva a nuestro país a una identificación casi perfecta con lo que Karl R. Popper denominó “el llamado de la tribu”. La postura que asumió hace días la diplomacia mexicana respecto a la Declaración del Grupo de Lima, donde 13 países (con la excepción de México) condenaron de forma expresa el fraude electoral, la persecución y muerte de disidentes y opositores al régimen de Maduro y la agresión sistemática a los derechos humanos de los venezolanos, fue una postura que evidenció lo que tanto han negado Andrés López y su feligresía: su simpatía y alineamiento con los regímenes populistas de América Latina. Los argumentos con que el gobierno justifica su política exterior y su deslinde del consenso de Lima, son anteriores a la Segunda Guerra Mundial: por un lado, el regreso a la doctrina Estrada (Genaro Estrada) adoptada por México en 1930 y, por otro, la invocación de un juego de palabras que actualiza un lugar común, que esconde un contrasentido y pretende ocultarnos del mundo, en el sentido de que “la mejor política exterior es la política interior”, que equivale a una declaración de fe a favor del más rancio de los nacionalismos. La Doctrina Estrada (y los siete principios que la integran) fue una brillante y original aportación de México a la diplomacia y al derecho internacional. Pero vista en el contexto de su surgimiento y como parte de un sistema político que se sabía “la anomalía mayor que llegó a existir sobre el planeta”, fue usada por los gobiernos revolucionarios como máscara y escudo para evitar cualquier supervisión y censura del exterior hacia la situación mexicana, de la cual se conocía la existencia de un régimen de “partido casi único”, su velada proximidad a los modos y estilos de la uniformidad autoritaria y su tendencia a perseguir o anular cualquier expresión de disidencia crítica frente al poder. Por tanto, al margen de que ciertos principios de la Doctrina Estrada siguen formando parte del artículo 89 constitucional, la crítica que puede hacerse al obradorismo por su comportamiento más reciente frente al Grupo de Lima, radica en que está reasumiendo la parte medular de esa doctrina en forma canónica, como si fuese artículo o procedimiento de ortodoxia, sin atreverse a una relectura crítica de sus tesis a la luz del mundo cambiante en que vivimos. Los principios de “No Intervención” en la jurisdicción interna de los estados y de “Autodeterminación de los pueblos”, contenidos en la Carta de la ONU, en la Carta de la OEA y en la Resolución 2625 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, fueron muy útiles y funcionales en el mundo de la posguerra, pues ayudaron a mantener equilibrios geopolíticos regionales y a contener los afanes expansionistas de algunas naciones fuertes. Sin embargo, el clima internacional de los nacionalismos forjados a piedra y lodo, anterior al multilateralismo, a los tratados comerciales y a la globalización económica y cultural, ya no existe. Pretender un sistema de relaciones cerradas en un mundo abierto y multipolar, equivale a no entender que los estados-Nación no son los mismos de hace 70 años y que mucho ha ocurrido en el mundo desde que terminó, en 1991, la Guerra Fría. Por otra parte, la cancillería mexicana pretende ignorar que el antecedente del Grupo de Lima es la formación de la Carta Democrática Interamericana, creada en 2001 en la capital del Perú y firmada por la propia Venezuela, cuyos países firmantes se comprometían a evitar el deterioro de las democracias liberales en Latinoamérica, a partir del principio de que la dignidad y los derechos fundamentales de la persona deben ser debidamente tutelados, respetados y promovidos por los gobiernos de la región. Lo que además preocupa de la postura mexicana en el Grupo de Lima, no es sólo su aval a la dictadura populista en que se ha convertido el régimen de Caracas, sino su explícito alineamiento con regímenes populistas y unipersonales como los de la propia Venezuela, Nicaragüa, Bolivia, Cuba y otros, que en lo que va del siglo XXI se han caracterizado por representar el peor retroceso democrático en la región, perpetuando cesarismos y caudillismos en el poder al margen de la ley e imponiendo a sus pueblos una cuota de dolor y sangre de la que quizá no puedan librarse en mucho tiempo. La sociedad mexicana debe tomar nota de la más reciente actitud del gobierno frente al Grupo de Lima, y de su aval a la dictadura burocrática que mantiene sojuzgada a la sufrida Venezuela, porque puede ser el aviso del tipo de régimen que hoy se urde en las sombras para tomar por asalto el mañana de México. Los argumentos de política exterior que el Ogro Corporativo empleó en México en los cincuenta, los sesenta y los setenta, cuando el viejo régimen intentó -y a veces logró- burlar la supervisión y la censura internacional por lo que ocurría aquí, con perseguidos, desaparecidos y presos políticos por doquier, son similares a los argumentos que empieza a desplegar el obradorismo. Leer con actitud crítica los sucesos que ocurren en el entorno, es la primera condición de una sociedad despierta y que ha alcanzado la madurez democrática. Pisapapeles Petición de postreyes: Que los “perseguidos políticos” de la historia que fue, no se transformen en los “perseguidores políticos” de la historia que será.