Gustavo Ogarrio Reunir las sílabas más oscuras que provienen de los tinacos de asbesto con el canto de gallos afónicos que anuncian las resurrecciones del día. Conmoverse ante la eternidad circunspecta de esa montaña que vigila el desastre sanguíneo de las avenidas. La lucha contra el silencio de los huesos y de los árboles en el desolado caminar del sábado por la mañana. Monogramas de luz que se desfiguran al transcurrir el día. Mi abuela sacó de su cuarto a mi abuelo por mujeriego y siglos después todos bebimos de ese acontecimiento. Las piedras volcánicas que pisa mi padre cuando evoca sus caminatas de la infancia por los pedregales. Pedazos de hospital en los recuerdos. La tensa espera del hígado encebollado en la mesa y el complot alimenticio de las hermanas en mi contra. La luna y el destierro de su belleza. Los botones de tela que recorre mi madre con sus dedos mientras alguien le platica sobre el eterno fracaso del deseo. El amor que se tuvieron mis padres a los quince años. La huida por los pasillos del mercado y las frutas podridas que caen antes de llegar al basurero. El amargo frenesí de los que se besan al caer la tarde en los parques de la muerte. La playa y la biografía de nuestros cuerpos casi ahogados en el verano siniestro de la separación. Las palabras que se dijeron de una cruz a otra los que iban a morir el viernes pasado en el libramiento. La ternura de los peces que son devorados por las ballenas. Las estatuas de nubes que inspiran el amor secreto por los algodones. El sentido trágico de las almas que recalan en los adioses de las plazas. El lenguaje íntimo de las guacamayas. El fantasma de los tranvías en su choque invisible con los autobuses de turistas. Esta voz que blasfema desde la ebriedad de la existencia.