Gustavo Ogarrio Estoy seguro que al menos medio salón leyó aquel fragmento. Algunos lo vieron como parte natural del ambiente escolar matutino, otros como si un pequeño pájaro se hubiera colado por una de las ventanitas y no fuera importante sacarlo o dejarlo que volara entre las cabezas de los alumnos. Algunos lo leyeron moviendo en silencio los labios, otros hicieron una lectura puramente mental, distraída y rápida. Ernesto se colocó los lentes para recorrer el verso y volvió con calma la vista al pupitre para seguir ordenando sus cosas. Es seguro que todos lo olvidaron, menos yo. La frase fue borrada de inmediato por órdenes de la maestra, quien seguramente la confundió con las labores de enseñanza del día anterior en el turno vespertino. Sin embargo, la primer toma del pizarrón sirvió para establecer algunos mecanismos de funcionamiento, para confirmar los tiempos de llegada al patio, de inmersión en el aula, de escritura en el pizarrón y de salida sigilosa y rápida por la escalera del ala sur, para finalmente confundirse de nueva cuenta con el resto de los uniformados y cantar excitados y con una gran sonrisa el himno nacional y hacer los honores a la bandera y mirarse de reojo entre sí y salir en formación rumbo al salón de clases, con algunas canciones sobre los mártires de la patria como música de fondo de aquel desplazamiento masivo de alumnos y así entrar en silencio por el gran portón del aula para pescar los comentarios, el murmullo, para ver discretamente los rostros de extrañeza, las muecas de indiferencia y finalmente la cara rolliza de la maestra ante la frase, el poema, la caligrafía que se veía había sido inventada para esa ocasión y que se quería escurridiza y anónima pero legible y cierta.