Gustavo Ogarrio El sol a las siete de la mañana, centelleos en los que mueren las sombras de los parques y de los caminos. La fama olvidada de la luna llena, el esqueleto de la noche que acompaña a las agonías de una oscuridad sin labios. Las horas enredadas en los cabellos de este calor casi primigenio. Carezco de lluvias en mi pasado reciente y por eso me gustan las naranjas que hoy se han derramado en mis manos. En estas palabras pasaron la noche caminantes que huyen de lugares que no conozco y que esperan el amanecer para continuar la fuga. En el refugio de mis temores a veces me visitan seres del siglo XIX que abofetean algunas de mis arrogancias. Mis silencios se han rehusado a especular sobre ciertos crímenes del futuro. Mis deseos más ingenuos tienen su cuerda tendida hacia lo desconocido y también hacia esas rocas cuyos pómulos duermen en una playa del Pacífico ya destruida por el concreto. No tiene edad el volcán cuyo subsuelo resguarda trece colores de tierra y que guardo en recuerdos que esperan el final del día también para huir. Son las once de la mañana y el sol sigue desplegándose sobre el olvido de la noche. Mi corazón es una abstracción romántica que sobrevivió a la madrugada del día de ayer. Sin embargo, llegará el día en que tambores escondidos en las montañas anunciarán la muerte de mis cursilerías y el sol del mediodía me acogerá también en sus olvidos, en los destellos de luz antes de la primera lluvia. No existe el punto exacto en el que pasado y presente se encuentran. El sol y la luna, las luces y las sombras, se dilatan en escenografías de trece colores que se descomponen en contemplaciones efímeras. El tiempo gira en círculos concéntricos hacia ningún destino.