Gustavo Ogarrio No había rambla ni polen en la muerte del verano. No había quietud en los parques ni temblaban los besos en la neblina. No había elefantes en el zoológico de la calle General Rivera y tampoco peleaban a muerte los monos de cola roja. Los lobos marinos se arrojaban al estanque sin aplausos para repetir las rutinas de su desastre. No había relámpagos que iluminaran los riachuelos ni recuerdos de Orión en la constelación austral que nos vería morir de tristeza por aquellas calles. No había entusiasmo en la despedida de las estatuas ni melancolía en los mascarones que se perdían en las tinieblas del puerto. Ya no habría voces metálicas que hablarían del tráfico entre vivos y muertos o de los turnos para pelar papas en la cárcel de Libertad. No más pasados desfigurados por las evocaciones en las que se despliega el aprendizaje del tiempo: un templo inglés y anglicano en el que ocurrió un asesinato; la visita secreta del Che Guevara para planear la revolución en Argentina; un trago de vino envenenado y la inminente invasión de Brasil. Nunca más volverían los besos dulces y estáticos de esa primavera burguesa en Pocitos. Nunca más nos inventaríamos las carcajadas rupestres al pie del mate a las afueras de la casa de Reducto. Palabras como máscaras de luces y de sombras que todavía se obstinaban en detener las masacres de otros tiempos. Sin embargo, todavía estamos vivos en ese lienzo del pasado, todavía podemos retornar para apagar la luz de los cuartos que se quedaron encendidos; aunque la muerte se levante para borrar los jeroglíficos del presente. Puedo decir que escuché y miré todo esto como si aprendiera a caminar de nuevo. Aquellos ríos de sintaxis y de cuadros duermen ya en mis labios, son las huellas de un país húmedo que reposa en mi garganta.