Gustavo Ogarrio Puede parecer el torrente sanguíneo de un tigre, una bomba en el corazón de una pesadilla, una tuerca trabajando en el dedo del amanecer, pero no lo es. Quizás es un sueño en el que la tierra te llama desde las voces lejanas de tus padres o desde algún amor que extravío tempranamente el peligro del amanecer. Quizás es el anuncio de que las viejas piedras de este valle de lágrimas se están despertando poco a poco para asaltar al país de los espejismos. Puede ser que estés contemplando la fractura del paraíso, el remolino de tu propia muerte que escupe las risas hipnóticas del pasado, pero no lo es. Quizás es el pozo del tiempo que te toma entre sus brazos, el beso suave y húmedo de una infancia de la cual ya no se recuerdan los caramelos verdes en la boca desgarbada al caer la tarde de algún domingo. A mí también me vistieron de blanco para recibir el cuerpo de Cristo y me hipnotizaron con el sonido del órgano y con los cantos de mujeres sufrientes que acompañaron mi marcha nupcial con el más allá. A mí también me dejaron sin el brazo derecho de la imaginación y me colgaron en el lienzo de la memoria las imágenes de esas estalactitas que por los siglos de los siglos dormirán en los techos de los templos en los que también he muerto. Puede ser que este monólogo de sombras signifique simplemente que comienza el canto de diciembre o el testamento secreto de algún fusilado o el recuerdo de ese olor de las bailarinas en cierto carnaval escolar o la sombra de los árboles que nos aguardaban en el escándalo del verano. También es muy probable que la vida no esté enviando ya los telegramas del adiós. Los cristales que amamos y odiamos se van a romper para que admiremos, por primera y última vez, las figuras irrepetibles que ahí se ocultan.