Gustavo Ogarrio Es difícil caminar por esta calle, el alumbrado es excesivo y las arrugas del cuello quedan al descubierto a primera vista en la tibia espuma que deja el movimiento de los rostros que van y vienen. Quiero decir: con esta luz no puedo recoger de las sombras ciertos pensamientos desordenados que me ayudan a terminar el día sin esa angustia que deja en la espalda la acumulación de culpas y remordimientos templados durante el día. Es difícil recordar en medio de esta estampida de luz una anécdota sobre el cadáver de Marcel Proust que escuché en un vuelo a Ciudad Juárez; la bronconeumonía y la última corrección al tiempo perdido. No es que me interese de manera obtusa evocar estos pasajes, simplemente quiero salir lo antes posible de estos reflectores que habilitan el olvido de nosotros mismos. Es muy complicado aceptar que la luminiscencia artificial en las calles pertenece a la lenta ceremonia que destruye pasados, alumbra los lugares que pertenecían a la oscuridad y a los ladrones de barrio. Algo de un misterio antiguo se ocultaba en las sombras que nos envolvían antes de llegar a casa. En los jardines y en las plazas se desvanecían antes ciertos secretos y horrores de las vidas que los focos y las lámparas no podían alcanzar. Había besos que nacían de la oscuridad, pero también las escenas del miedo tenían su lugar en esos pasados sin alumbrados públicos. Había luciérnagas que acompañaban todo esto, olores a frutas podridas en las esquinas de los mercados, estatuas de humo que se diluían en los caminos del monstruo de la oscuridad, sonrisas y muecas desperdiciadas en la insignificancia de las solitarias llanuras de asfalto. Quiero pensar que esto no es solamente una protesta espiritual en contra de los dragones modernos del fuego. Simplemente es que a veces prefiero la amargura y la belleza de esa oscuridad en la que se escondía lo que pensábamos era la eternidad.