EROS Y EUFORIA

Quizás los que leímos en escritores como José Agustín esta mística psicodélica nunca entendimos a profundidad su momento de gestación.

Gustavo Ogarrio

La psicodelia también era esa apropiación alucinada de tradiciones como el “ojo alado” egipcio y sirio con el que Rick Griffin en 1968 diseñaría el poster iniciático de Jimi Hendrix para su concierto del 10 de febrero de ese año en Los Ángeles y que desplegaría el arte del poster psicodélico para el rock a través de la Escuela de San Francisco. El “getting high” de los Doors que fue censurado en varias de sus presentaciones en la canción “Light My Fire”: eros y su abrazo mortal con la euforia de la percepción desquiciada; brío y fecundidad deslumbradas por la seducción de la tormenta interior. No dudaría en afirmar que, gracias a estas expresiones plásticas, a ciertas canciones de rock que van de 1966 a 1969 y a ciertas novelas y narraciones como las de José Agustín, por ejemplo, la palabra psicodelia pasó de ser entendida como un estado alterado de la conciencia a través de sustancias como el LSD o los hongos con poder alucinógeno, experimentado y heredado de una generación anterior a la mía, a una atmósfera artística y cultural, muchas veces de consecuencias políticas indirectas y envueltas en un radicalismo, como modo de vida, casi inédito. El estado psíquico de la psicodelia se volvió escritura y arte plástico. La música psicodélica iba dejando una profunda huella en la cultura de masas: rock atmosférico y alucinante hasta sus últimas consecuencias, la dimensión artística de una plástica que a través del poster se instalaba definitivamente en la música y en los conciertos masivos. Quizás los que leímos en escritores como José Agustín esta mística psicodélica nunca entendimos a profundidad su momento de gestación, pero nos asumimos secretamente como herederos de ese viaje que nunca alcanzaríamos en su plenitud de llanura lisérgica porque el contexto al cambiar lo modificaba todo en su recepción.

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