Gustavo Ogarrio En 2017 me volví a subir en otra ciudad lejana a una bicicleta. También provino de una situación inesperada. Yo visitaba a unos entrañables amigos en Toronto: Itzel y Alejandro (junto con sus hijos que ya habían nacido allá: Emilia y Pablo) llevaban más de una década viviendo en Canadá. En los primeros días de mi visita caminé la ciudad varias veces. Cruzaba por barrios en los que también se enredaban lenguas como el hindi, urdu, cantonés, coreano, vietnamita, portugués e italiano con el inglés y con el español tímido de mis pensamientos. Un día planeamos con Alejandro una visita a la Art Gallery of Ontario en el corazón metropolitano de Toronto. Sin previo aviso, sacó de la parte trasera de la casa dos bicicletas. Durante el trayecto, me di cuenta que los grandes edificios me intimidan más en la bicicleta que al caminar. Les temo, me amedrentan y junto a los arroyos de vehículos producen en mí una sensación de contra natura: como si el orden moral de la bicicleta no perteneciera al orden económico de los enclaves financieros. Al regresar hicimos dos escalas para beber un par de cervezas. La última fue en un bar que estaba a unas cuantas calles del Lago Ontario. Era noviembre y ya soplaba un viento muy frío que rompía poco a poco el encanto de las cervezas en la circulación sanguínea, como si el aliento hidráulico del lago quisiera congelarnos en la escena del pedalear nocturno. Sin embargo, en ese regreso a casa de Itzel y Alejandro recobré algo de la exaltada amargura de mi infancia: la noche de casas bajas y de personas afantasmadas por la velocidad de la bicicleta se volvió a hacer presente en mi memoria. Juré que algún día volvería a comprar una bicicleta tan sólo para buscar en futuras noches las réplicas de esos ruidos, voces y gritos que salen del pasado; réplicas que seguramente no encontraré y que más bien se irán disolviendo en esa escultura sin fin que es el tiempo.