Gustavo Ogarrio Poseído ya por el mundo que se iba imponiendo, sintió que estaba a punto de llegar a un lugar en el cual jamás había estado pero que ahora sabía que lo esperaba en medio de aquella madrugada. Dobló en una calle cerrada y con cierta naturalidad dirigió el automóvil hacia una gran puerta de color verde, iluminada por excesivas luces laterales, intimidatorias. Se detuvo para apretar el control remoto. La puerta se abrió lenta, silenciosa, como si albergara un animal oscuro que con pereza estuviera abriendo sus fauces. En la penumbra del garaje alcanzó a distinguir la silueta de la casa. Bajó del coche y sonrió. En la oscuridad de la casa subió escaleras, abrió puertas y evadió muebles con el tacto y la precisión de quien se mueve en un territorio conocido, dominado por la costumbre. Entró al baño forrado de mármol. Se desvistió. Tomó una bata de seda que se encontraba colgada detrás de la puerta. Salió del baño y se dirigió al cuarto del fondo del pasillo. Abrió la puerta. Buscó un espacio en el lado derecho de la gran cama. El cuerpo tendido en la oscuridad se movió, giró hacia él tan sólo para darle un beso sencillo –un poco extraviado– y decirle: “Hasta mañana, amor”. No tuvo tiempo de pensar en el intercambio de esa noche. Quizás sólo hubiera considerado que todo había sido una mala broma de los tragos y de los nervios. Despertó con dolor de cabeza. Trató de recordar lo que debería haber sido la ofuscación de la noche anterior. Volteó y con cierto terror entremezclado con una alucinante tranquilidad comprobó que la bata de seda se encontraba tirada en la alfombra. Perseveraba la misma recámara, ahora iluminada por la luz natural de la mañana, que llegaba con cierta plenitud gracias a una enorme ventana bajo la cual se adivinaba la presencia externa de un jardín.