Gustavo Ogarrio En uno de esos días previos al inicio del verano emprendí la búsqueda de cierto libro que parecía imposible para mí. Los dos tomos de “Faulkner. Una biografía”, de Joseph Blotner, escapaban siempre, desaparecían en préstamos a lectores anónimos y enemigos justo cuando se me ocurría asaltar su lectura e internarme por fin en la genealogía literaria del entrañable endemoniado del Sur y cuyo acceso estaría condicionado, en mi caso, por la escritura altamente poética y casi novelizada de Édouard Glissant y su “Faulkner, Mississippi”. La biografía de William Faulkner escrita por Blotner brotó del último anaquel de un estante pequeño. Me agaché, hechizado por el hallazgo y por haber encontrado una edición corregida y puesta al día por el autor en el año de 1984. Hojeaba el libro mientras distraídamente me sentaba en esa silla que se encuentra al pie de los estantes y que inmediatamente se adivina que está al servicio de la consulta de textos. Creo que me levanté cuando leía las primeras líneas sobre la infancia de Bill, el pequeño Bill de espantosos cólicos nocturnos que al mismo tiempo probaban la fortaleza de su pequeña madre y ponían a vibrar a toda su tribu, a las barbas ralas, discretas y opacadas por el sudor arenoso de tíos empecinados en permanecer en su cruel geografía a través del disminuido Bill. Descarté mirar el tremendo árbol genealógico que Blotner pone al servicio del lector en las primeras páginas. Un pasado de sangre reconstruido de esa manera delirante tan sólo para que William se encargara de reventarlo con una alteración que era también una parodia y una crítica a la idea de historia que dominaba a ese Sur estadounidense de inicios del siglo XX, de gesto aristocrático y racista, trágico y para siempre maldito: el Falkner originario era prácticamente devorado y borrado por una “u” invasora, por el Faulkner que el pequeño Bill escribiría para sí, como una pequeña bomba contra el pasado de los suyos.