Gustavo Ogarrio No me canso de lamentar la ausencia de las gaviotas. Recuerdo su movimiento suave de alas blancas y así me curo del asfalto. Y me curo del silencio brumoso de tardes en las que desearía que la justicia no fuera tartamuda y letal…que mejor envolviera, con su aliento metafísico y su compromiso abstracto con la humanidad, algo del dolor y del agotamiento acumulados en la espalda del tiempo. El movimiento rectilíneo de la tarde se va llenando de verdes trágicos, de una ambigüedad en la que no caben el amarillo de canarios en retirada ni el metal de los huesos que se fracturaron en las caídas de los abuelos. Se acumulan también las guerras y las llamaradas, el espanto y la furia, la ternura y la nada…la nada que algún día seremos. Nos dicen que también nos espera el destierro de todos nuestros deseos y que muy pronto nos formarán en el centro del presidio para que digamos en voz baja nuestros nombres y de qué se nos acusa. Hay quien puede hundirse en la realidad de tal manera que este encierro de ventanas abiertas será simplemente un aullido, un mordisco del destino que nos enseñará a ser fosforescentes. Pero también están los que nada tienen que ver con ese aullido, la fila de lo que se quiebra para siempre con una lentitud de vía láctea. Entonces las gaviotas vuelven sobre la tarde con su graznido lejano y sus figuras geométricas en el aire se vuelven una persecución del tiempo contra nuestro tiempo. Los banquetes de luz eran fantasmas, el apetito se apodera del presente. Tiemblan algunos verbos que provienen del fuego del pasado. Ciertas palabras protegen a las sombras de la infancia. No hay vendaval ni lluvia que comprenda la revelación de la noche que se aproxima. Las gaviotas son la cura incompleta del vacío.