Guillermo Samperio

Samperio ha muerto, yo prefiero recordarlo en ese sueño que me contó la última vez que lo vi, en clave ya dionisíaca.

Gustavo Ogarrio

La última vez que vi a Guillermo Samperio (Ciudad de México, 22 de octubre de 1948-Ibídem, 14 de diciembre de 2016) fue en la barra de un café en la avenida Cuauhtémoc en la Ciudad de México. Lejanos estaban ya los días en que Samperio visitaba Morelia para dar un taller de cuento infinito, que según los mitos de esta ciudad letrada duraría dos años o hasta tres. Muchos años antes, yo había escuchado a Samperio leer un cuento en una vieja librería en una mesa que moderaba Raúl Mejía. Después, en su etapa naranja, el cuentista había presentado una antología de cuento defeño-moreliano en Querétaro y ahí me había regalado una de sus máximas sobre el arte narrativo: “los cuentos se empiezan con la punta del lápiz y se terminan con la goma”. Samperio ha muerto, muchas veces estigmatizado por su último disfraz: el del viejo yonqui que se derrumba a ritmo de rock y de bachata por las cuerdas vocales del cuento mexicano y de la ficción breve.

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Yo prefiero recordarlo en ese sueño que me contó la última vez que lo vi, en clave ya dionisíaca: en una llanura imaginaria de Oaxaca, su cuerpo se elevaba hacia un hoyo azul en el firmamento de tinieblas y la maldita paz, la que supuestamente sentirán todos al morir, lo envolvía por el ombligo y lo hacía girar por el cosmos; el delirante cuentista de cabellos naranjas y pulseras de narrador medieval se quedaba dormido en los espasmos de un sueño de hongos sin retorno, muy cerca de sus propias palabras: “Madre, no te disgustes porque sufrimos desde tu voz afónica, llévanos en tu lomo cuando atravieses, temerosa, las calles a oscuras. No te enojes porque somos tus garras y tu canto, no nos quites el dolor feliz, esas lastimaduras que nos provocan tus ubres. Déjanos morir con estos vestidos, con estos pantalones, con estos cabellos, con estos besos, con esos vidrios y lilas. Permítenos escuchar tu sueño, mientras agonizas”.