Gustavo Ogarrio Caminó hacia el automóvil con paso distraído, balanceándose, aturdido quizás por la suma total de la noche que había transcurrido entre los fogonazos de ron, las risas desperdiciadas de tres mujeres desconocidas y la repetición más o menos predecible de charlas. Al llegar al coche pensó en recargarse en la puerta lateral y esperar algunos minutos para que disminuyera el efecto del alcohol. Prendió un cigarrillo y casi de inmediato metió la llave en la ranura de la portezuela. La abrió y se dejó caer en el asiento del conductor. Encendió el coche. Se integró al tránsito de los pocos vehículos nocturnos silbando una canción recién aprendida. Quiso escuchar la radio y distraídamente se dio cuenta de que le eran ajenas las pequeñas luces que parpadeaban en el tablero. Le pareció natural tomar el camino que se insinuaba en un puente desconocido. Tensó las manos y los brazos con el volante. Respiró profundamente tres o cuatro veces, exhalando un aroma intestinal, de hígado y pulmones congestionados, como si obligara a la fuga a los olores que en el cuerpo le habían dejado las horas pasadas en el bar. De reojo distinguió, en el asiento contiguo, un bolso negro de mujer. Percibió por primera vez el endurecimiento del volante y del pedal del acelerador. Intentó mirar el cielo por la ventanilla al tiempo que caían unas gotas pequeñas en el parabrisas. Con la mano derecha y sin dejar de mirar al frente auscultó el asiento trasero, encontró una pequeña caja de plástico, un control remoto para abrir la puerta de algún garaje. Siguió manejando, como penetrando en las capas cada vez más confusas de esa atmósfera donde crecía lo desconocido, un hoyo negro que lo empezaba a mirar a los ojos a través de la suma de detalles y objetos advenedizos. Pensó en detener el vehículo para llegar a la conclusión de que aquel coche no era el suyo.