La marea

Alguien me dice al oído que cuando acabe este desayuno de miedos y frustraciones mi cuerpo habrá descendido por esa tierra maestra.

Gustavo Ogarrio

Cuando descienda esta marea buscaré un lugar tibio para morir. No quiero arrastrarme entre láminas de asbesto llenas de ese musgo verde por el que transpira el tiempo acumulado o entre cables eléctricos pelados por el uso o, peor aún, entre alientos llenos de una misericordia ajena a las vibraciones de la materia. Alguien me dice al oído que cuando acabe este desayuno de miedos y frustraciones mi cuerpo habrá descendido por esa tierra maestra con raíces de porcelana y que en ese descender de pupilas quietas ya no importará el paso de los últimos tranvías ni ciertas memorias entrañables que a la hora de las piedras en el pecho se desvanecen y dejan sin sentido a la palabra “siempre”. Yo tan sólo murmuro alegrías amargas que se quedan a vivir en mis pensamientos y voy en persecución de los últimos rostros sin tapabocas que se han quedado en mis nostalgias. Yo tampoco sé quién soy, mi máscara blanca me abandona en mi lado invisible y poco a poco desparece ese temblor de vida en mis labios. Tengo un desorden de monos en la piel, una mandíbula que le pone un alto a mis deseos más simples y oscuros, una mandíbula de estaño que reniega del viaje y que en las noches hace rechinar mis sueños como una venganza contra la especie humana. No tengo espejos memorables ante los cuales callarme mientras llueve ni tampoco frutos rojos que se refugien en mi lengua como signos de una vida antigua. Me siento culpable de haber sobrevivido hasta el día de ayer. Para calmar esto me digo: “También el paraíso termina, a veces hasta de manera festiva, como un carnaval que celebra el fin de una felicidad indeseada y cruel”. Escribo entre un remolino hidráulico de muertes violetas y de vidas que se escurren con una ternuracasi confidencial; escribo estas líneas casi geométricas que tiemblan oblicuas en el secreto de su cueva.

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