No me servía de nada la respiración jadeante de Alexander Fitzhugh para medir con precisión los pasos de aquel hombre cuya barba era una mezcla afortunada de pelambres amarillentos, negros y algunos medio rojos, aquel hombre en estado de declinación que entraba y salía del portón pateando a sus perros y profiriendo maldiciones que nacían de sus últimos días en el hospital cuando le extrajeron el riñón izquierdo o quizás hasta de las pequeñas mordidas en sus mejillas de infancias remotas que le habían dejado en rosa la marca de sus tías de Tampico cuando visitaban esa casa que todavía no era vencida por los años y por la ausencia de los abuelos y de los hijos en fuga. Ese hombre cuyo título inmobiliario bien podía decir que aquí se derrumbaron algunos de los sueños más poderosos que acompañan a cualquier mortal; los planes secretos de la vida de un arquitecto que construía parábolas de patrimonios tangibles y risas desperdiciadas y consumo en los restaurantes de cierto lujo para su esposa y sus tres hijos; un hacedor de planos entusiastas que proyectaban el cemento y los acabados de lujo de vidas cotidianas que nunca llegaría siquiera a imaginar. Quizás aquí radica algo de ese secreto espantoso que culminaba en las patadas al Bobby y a la Canela, ese rencor ya sin ánimos pero invencible contra el cual Alexander Fitzhugh y yo emprenderíamos nuestra batalla. Quizás algún día este hombre sintió por los perros una compasión similar a la que sentimos por nosotros mismos cuando descubrimos que el miedo es esa catástrofe oculta que nos cierra los párpados cuando queremos dormir de verás. Sin embargo, en aquella tierra de gigantes inaceptables, el Bobby y la Canela tendrían su día de ladridos blancos y una breve resurrección de la felicidad sin golpes ni patadas que vendría a devolverles su oficio de perros que buscan el frío de las baldosas en tiempos de calor.