Los siglos al pasar

Recuerdo que los primeros besos me asustaban dulcemente y me hacían correr hacia mi casa con una perturbación de músicas en el vientre justo cuando la noche caía…

Gustavo Ogarrio

Lo que los siglos dejan no lo puede ver nadie, a menos que se ponga mucha atención en los rumores que van quedando en bocas ajenas y en aquellos silencios que cruzan las plazas, los cines y los hospitales. Nadie sabe con certeza de dónde vienen las embestidas. Recuerdo los árboles que se mecían al final de mi adolescencia en parques solitarios en los que escapábamos riendo de la escuela para luego volver con alguna fechoría menor dibujada en una leve sonrisa desplegada como una promesa. Recuerdo que los primeros besos me asustaban dulcemente y me hacían correr hacia mi casa con una perturbación de músicas en el vientre justo cuando la noche caía y tenía que volver para que sobre mi frente cayeran las preguntas familiares que me dejaban siempre indiferente en aquellos días que también se esconden en la espuma de los siglos al pasar.

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Algo de lo que se ha llevado el tiempo quizás renace, siempre de una manera bizarra y espectral, en películas que nos conmovieron porque nos colocaron ante nosotros mismos en promesas de vidas que nunca cumplimos, en dilemas épicos entre el bien y el mal; en esos viejos cines de los cuales sacamos un poco de ternura para nuestras historias sin ternura, acciones temerarias y valientes con las que calmábamos nuestras más sinceras cobardías. Y así podríamos seguir con el recuento de evocaciones que nos acompañaban en silencio cuando se rompía el encanto y teníamos que caminar de regreso envueltos en vidas demasiado reales como para ser heroicas o artísticas o al menos enigmáticas.

Nunca aprenderemos la lección: no existe el punto exacto en el que el pasado y el presente se encuentran, el tiempo es una pista de hielo que nos desliza, a veces suave y a veces violentamente, en círculos concéntricos y de la cual todavía no podemos escapar. 

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