Gustavo Ogarrio Me gustaba cuando describía las estaciones de trenes. Por ejemplo, recuerdo la emoción que sentí al leer e imaginar cómo eran la Gare du Nord y la Gare de Lyon o las largas filas de pasajeros en la romántica soledad del andén o los rostros de candorosas muchachas francesas que le vendían los pasajes para los viajes que estaba por emprender. Una mañana de octubre llegó una carta suya en la que me hablaba de un viaje a Portugal. Había descansado un par de noches en la amurallada ciudad de Évora. Me envío una foto del Palacio da Pena y una postal donde me describía su fascinación por un relieve de piedra, un monstruo de rostro extasiado, colgado de la parte superior de una gran puerta. En Lisboa había contemplado el río Tajo desde la Torre de Belém. Al pie de un elevador –que servía para subir a las gradas más altas de una plaza de toros– y después de haber desayunado café y pan, le ofrecieron opio. No resistió la tentación de defecar en un baño portátil por el que podía asomar la cabeza, un baño entre otros cincuenta que habían colocado en Praca do Comércio para un evento masivo de música el día anterior. Entró a un espectáculo sexual en vivo y perdió la mitad del dinero que traía en el pasillo de aquel lúgubre establecimiento. En alguna plaza de Lisboa se encontró con otro mexicano. Me platicó sin horror que éste era más bien un vagabundo, su rostro estaba deformado por un absceso carnoso que le colgaba hasta la barbilla y que solamente dejaba a la vista su ojo derecho, una mitad de su nariz y de su boca. Cruzaron un par de palabras en español. El vagabundo le dijo en secreto, aproximando su protuberancia: “Veo lo peor de los seres humanos cuando me miran. Te regalo mi ojo, compatriota”. Evitó cruzar su mirada con la del vagabundo y, después de darle dos o tres monedas, se marchó.