Gustavo Ogarrio Se me ocurrió de golpe que la veía por última vez y que no volvería a presentir los fantasmas de viejos capitanes merodeando en el puerto por las madrugadas, retando con una sonrisa discreta a los vientos que venían del océano más recóndito y que iban a morir en avenidas con nombres de países lejanos y de próceres del siglo XIX. Se me ocurrió que jamás volvería a escuchar, con avidez distraída, esas mentiras y esos chismes a veces tan rotundamente fugaces que se decían de un asiento a otro en el transporte que me llevaba en las mañanas de Reducto a Ciudad Vieja. Palabras que más bien se referían a vestidos comprados en alguna tienda en Tres Cruces, monólogos de infancias o de adolescencias ya destruidas que venían de Rocha, fugas de agua que se tapaban con cartones, olores putrefactos que salían de una pizzería y que se impregnaban en las cortinas de los vecinos; un cementerio de violines rotos en la casa de un músico que había muerto el verano anterior. Se me ocurrió de golpe que esa ciudad tarde o temprano iba a naufragar en mi memoria y que sus aromas se desvanecerían lentamente en la sucesión de mis rostros agrietados en el espejo. Perdería para siempre la mañana del primer día de enero de 2003 y en la que crucé una ciudad desierta y magnífica en una bicicleta mientras el sol me iba tostando poco a poco en su disputa con el viento. Perdería también esas primeras impresiones de un Montevideo sucio, a caballo, cartonero, golpeado por la crisis, inagotable, exiliado de ciertas bellezas de ciudades más tiranas y cosmopolitas, pero sitiado en su naufragio de plátanos, paraísos y fresnos. Perdería un río ajeno, conversaciones altisonantes que justificaban la existencia de una primavera en cada uno de nosotros; cinco o seis tardes con el sol declinando en la playa Ramírez y en las que tuve la sensación ridícula de haber domado un poco al infierno de la vida.