Gustavo Ogarrio Chabelo: niño para siempre, su voz infantilizada contradice su semblante de adulto; hablaba como niño, actuaba como niño, lloraba y hacía berrinche como niño, pero anunciaba productos con una destreza de comerciante mediático adelantado a su tiempo: todo lo volvía mercancía. Su no-crecimiento es inseparable de un país anti-democrático: se impone la representación unilateral de una niñez blanda y una mercantilización exasperante de los juegos infantiles. Chabelo como metáfora de una infancia manipulada que retrasó durante décadas una mayoría de edad cultural y política, que pudiera denunciar una vida chatarra y de violencias sistemáticas contra esa sociedad infantil a la que Chabelo cantaba y ridiculizaba, a la que le ordenaba cuándo aplaudir y cuándo callar. Chabelo como uno de los forjadores de la estabilidad moral de la sociedad mexicana y que afirmaba su condición de protagonista estelar en el cuadro autoritario de personajes televisivos del antiguo régimen. A cambio de una popularidad que lo elevaba a símbolo casi nacional, Chabelo ofrecía en sacrificio su crecimiento y llevó de la mano a millones de niñas y niños mexicanos por los laberintos de una modernización emocional y económica que los preparaba para aceptar muchas de las frustraciones nacionales. A su manera, Chabelo hizo cumplir uno de los veredictos de control y subordinación que Ariel Dorfman describe en Chile a propósito de algunas ficciones de la literatura infantil, de superhéroes y personajes como el Pato Donald: “constituye el punto neurálgico de todo proceso de dominación: es el mundo del niño. Acá y allá, en un país paupérrimo y uno opulento, siempre hará falta asegurar que la nueva generación se integre, cómoda, funcionante, ojalá entusiasta, en el status quo de sus padres, aprendiendo a juzgar y preinterpretar con los mismos supuestos incontestables de sus antecesores cada problema, cada ruptura y desgarro de la realidad”.