Podría hablar de la primera vez que la vi, seguramente a finales de los años noventa, traducida como “Estación Central” y dirigida por el brasileño Walter Salles. Era la época de la última entrada victoriosa del cine latinoamericano a las vitrinas mediáticas del asombro mundial. Parecía que la acerba realidad urbana escapaba a mansalva por las pantallas. Las pandillas peleaban su lugar privilegiado en el banquete sin fin de la violencia neoliberal. El arpón de la pobreza estructural fustigaba por doquier, comenzaba la simbolización de los desaparecidos por las dictaduras y otra generación más de latinoamericanos emprendía la búsqueda infinita del padre. Todo esto adornado con el tremendismo de peleas callejeras de perros y con miradas delirantes de jóvenes sicarios ungidos por el crimen, pinchando el globo reluciente de las democratizaciones timoratas. Durante todo este tiempo me ha perseguido la escena final de la película: Josue, niño casi adolescente cuya madre atropellan frente a la Estación Central de Río de Janeiro, después de concluir el frustrado viaje para hallar a su padre, se levanta de la cama en la que duerme junto a sus dos hermanos recién encontrados y emprende la carrera de polvo en busca de Dora, la escribana que al amanecer huye de él para ser recordada, la huérfana adulta y egoísta, que también recuerda el día que su padre la dejó tocar el silbato de la locomotora, sentada en sus piernas; la que echa de menos todo. La gran derrota de nuestras sociedades pasa por la ausencia inconmensurable del padre, por la orfandad, por la voz y la figura del que no estuvo ahí para imponer los primeros límites de la realidad. Quizás en la contraparte que muchos otros vivieron no había tampoco mucha esperanza: la figura del Patriarca reprimiéndolo todo. Nada de sensibilizar a los que mastican piedras, nada de estridencias para relatar la ternura, el abandono, la incredulidad ante el otro desconocido que de alguna manera es uno mismo, el huérfano de mundo.