Gustavo Ogarrio No son pocos los que en mayo enloquecen con tiernas melodías. Yo camino y escucho cómo se abren las puertas sin crujir. La ciudad se va encendiendo en luces tenues que anuncian cierta noche que vendrá a dejarnos el olvido de un día que no será excepcional. Ningún resplandor vendrá a preguntarnos en qué momento nos transformamos en estas dentaduras de metal que hacen más generoso el acto de comer las frutas que trajeron las tías en su trompicada sustancia de almas generosas. Hay que caminar por las calles de calores protectores que son también el salto de las ardillas por los cables de luz que se resisten a la bruma de esos adolescentes que comen elotes en la banqueta y que son también la envidia de los que no sabemos tejer esas carcajadas como ríos de muecas invencibles. A estas alturas de mayo sólo se escucha una llovizna que rompe una y otra vez la armonía ficticia de lo que empieza a ser la noche. ¿Es verdad que la belleza de mayo también necesita un poco de tristeza? ¿Es verdad que mayo y el destino pasarán? Mudo ya de días y de noches épicas, el zumbido de la calle me recuerda los viajes alegres a la antigua capital de las tardes con café en los portales y las voces de los que danzaban entre la poesía doméstica de los atardeceres y los chismes de gran calibre que hacían más verdadero el tiempo sin aspiraciones monumentales. Es difícil no mirar los vagones invisibles que en otra época recorrían la ciudad para detenerse en la esquina de paredes rajadas que todavía no estaban en la mira de la modernización de la muerte y de la vida. Es difícil no escuchar la radio de la que salían anuncios de pastas contra las caries y que prometían una sonrisa tersa y blanca en la que morían los rumores de un mundo mejor. A mí me gustaba dar la vuelta en la calle Miguel Silva mientras dejaba que otro mayo estallara a mis espaldas sobre la avenida Madero. Cuántos de estos mayos están tirados ahora al borde del camino…